1955
José Gutierrez de los Ríos, al que todos llamaban Pepito, observaba desde la ventana del cortijo. El viento soplaba suavemente entre los olivares, llevando consigo el fresco aroma de la tierra y las hojas. A lo lejos, veía a Antonio trabajando con los caballos, bajo el duro sol de la tarde. Desde el primer día, sintió una conexión silenciosa que no hacía más que crecer. Él, un joven de dieciocho años, vivía en el enorme cortijo de su adinerada familia en la provincia de Jaén. Con cabello castaño claro, ojos azules y piel blanca, era una persona sencilla a pesar del lujo que le rodeaba. Encontraba refugio en los libros, en los largos paseos por el campo y en los juegos con sus hermanos menores. Los padres de Pepito, dueños de muchísimas hectáreas de olivares, eran muy conocidos en la región. Los olivares no solo eran el sustento económico de la familia, sino también un símbolo de su legado. Los árboles, con sus troncos retorcidos y hojas plateadas, habían sido testigos de generaciones de trabajo arduo y dedicación. Cada cosecha de aceitunas era un gran evento, donde el bullicio de los jornaleros llenaba el aire de energía, voces, y cantos. Esos trabajadores, sin embargo, vivían en una precariedad constante, ganando salarios míseros mientras los padres de Pepito se veían a sí mismos como seres superiores, ciudadanos de primera clase.
La llegada de Antonio, un joven de veinte años contratado como mozo de cuadras, trastocó la apacible y rutinaria existencia de Pepito. Antonio, alto, de mirada verde e intensa, moreno y fuerte, no pasó desapercibido para él. Desde el primer cruce de miradas, una chispa invisible comenzó a encenderse entre ellos.
Pepito, siempre observador y curioso, lo seguía discretamente por cada rincón del cortijo, llevando un libro en las manos y fingiendo que leía. Antonio se entregaba a sus labores con una fuerza y dedicación que fascinaban al joven señorito. Pese a ser un empleado, se comportaba con una dignidad que contrastaba con la altivez y rudeza del resto de trabajadores. Cada gesto, cada mirada furtiva, cada sonrisa disimulada entre ellos, iba construyendo un vínculo que se fortalecía con el paso de los días.
2010
Un día, un señor mayor llamado Antonio entró en la gestoría donde yo trabajaba con paso firme, como siempre hacía, y me dijo con una voz cascada por sus setenta y cinco años de edad:
—Buenos días, Alberto, me han hablado muy bien de ti y necesito tu ayuda con unos papeles del cortijo.
—Gracias. ¿Quién le ha recomendado? —pregunté, curioso.
—Eso es lo de menos, niño —respondió, evadiendo la pregunta.
Con el paso de los días, los meses y las constantes visitas de Antonio, descubrí que el anciano era el encargado de gestionar una de las fincas de olivares más grandes de toda la provincia de Jaén, perteneciente a un distinguido soltero rico al que llamaban Pepito. Curiosa forma de llamar a un adulto, pensé. A medida que iba conociendo más sobre el cortijo y la finca, comenzaron a surgir en mi mente imágenes vagas y difusas de mi infancia. Me vinieron a la memoria recuerdos de haber vivido en una finca similar hasta los cuatro o cinco años, recuerdos del campo, de una infinidad de olivos y un enorme cortijo que para mí parecía un castillo. Añoraba esos días, y cada vez que pensaba en ellos, me invadía una profunda nostalgia. Hace tiempo mis padres me habían contado que cuando yo era pequeño trabajaron para un señor muy rico en el campo, antes de mudarnos a la ciudad.
—Es curioso —le dije un día a Antonio mientras miraba unos papeles—, mis padres trabajaron en un lugar parecido cuando era un niño. Tengo recuerdos vagos de un cortijo grande y muchos olivos.
Antonio levantó la mirada, sorprendido y con una leve sonrisa en el rostro, pero no dijo nada.
Poco a poco, con el tiempo, mi relación con Antonio trascendió lo meramente profesional y se convirtió en una sincera amistad. Cada año, tras la cosecha de aceituna, Antonio me regalaba una botella de un aceite especial, llamado 'Cinéreo', de sabor excepcional, diciéndome que era único y que muy pocos lo habían probado.
—Es especial, ¿sabes? —me decía Antonio con una sonrisa nostálgica.
1955
En la España de 1955, donde la moral y las costumbres eran rígidas, la relación entre Pepito y Antonio era todo un desafío, peligrosa y prohibida. Antonio, con el ímpetu y la valentía de la juventud, era más atrevido, mientras que Pepito, consciente del riesgo que corrían si los descubrían, le insistía en mantener su relación oculta y disimular en todo momento. Una relación entre dos hombres no solo era vista como un pecado, sino que también podía arruinar la reputación de la familia de Pepito y condenar a Antonio a una vida aún más precaria.
Comenzaron a encontrarse en la penumbra, de noche. Elegían lugares apartados, donde las sombras los ocultaran. Bajo las ramas de un viejo y robusto olivo, iluminados apenas por la pálida luz de la luna, se entregaban a sus sentimientos. El susurro del viento entre las hojas y el crujir ocasional de una rama rompían el silencio de la noche, mientras el aroma del campo los envolvía. Sus besos eran urgentes, sus caricias ansiosas, como si cada encuentro pudiera ser el último. En esos momentos robados, el tiempo se detenía, todo lo ajeno a ellos dejaba de existir.
Antonio, con su carácter vivo y resuelto, y accediendo a las exigencias de Pepito, tomaba todas las precauciones necesarias para que no los descubrieran. Dejaba señales sutiles para indicar un encuentro: una piedra colocada de manera previamente pactada, una rama quebrada en un camino apuntando en una dirección concreta. Pepito interpretaba estos mensajes y se escabullía en la oscuridad para reunirse con él. Cada vez que quedaban, hablaban y compartían sus sueños, sus secretos, sus miedos y esperanzas de un futuro donde pudieran vivir juntos sin esconderse.
Con el paso de los días su relación se fue fortaleciendo. Se escribían notas en pequeños trozos de papel que escondían en lugares secretos. Antonio, más audaz, a veces trepaba hasta la ventana de la habitación de Pepito para pasar unos breves pero intensos momentos juntos. Había días en que la tensión era casi insoportable, cuando algún miembro de la familia de Pepito o un trabajador del cortijo sospechaba algo. En esos momentos de ansiedad, debían disimular, actuar con indiferencia, con el corazón en un puño por el miedo a ser descubiertos.