Cinturón De Sombras

La Niebla del Pueblo

El sol se estaba desvaneciendo en el horizonte, y el cielo había comenzado a teñirse de un rojo sucio, como si la misma atmósfera se estuviera pudriendo. El aire era denso, impregnado de humedad y un silencio inexplicable que flotaba sobre el pueblo. Las campanas de la iglesia, al fondo de la plaza central, tañeron, pero su sonido no fue el esperado.

Fue apagado, como si algo lo hubiera absorbido, como si la misma tierra lo hubiera tragado. Alina y Mariela caminaban por las estrechas calles empedradas, observando cómo la gente se desplazaba con paso lento, con miradas vacías que parecían atravesarlas, ignorándolas por completo.

Las mujeres que cruzaban su camino se apartaban al pasar cerca de ellas, no sin antes lanzarse una mirada furtiva, cargada de recelo y superstición. Nadie sonreía en el pueblo, y nadie hablaba más de lo necesario.

Había algo en sus ojos, en su postura, algo que dejaba claro que no eran bienvenidas, como si su presencia estuviera alterando el delicado equilibrio del lugar. Los niños jugaban en la plaza, pero sus risas sonaban huecas, como si se reían de algo que solo ellos podían ver. Cuando una de las pequeñas se acercó a las gemelas, sus ojos eran grandes, oscuros, y su voz sonaba en un susurro que parecía vibrar en el aire.

- Cuidado, las sombras se acercan - murmuró la niña, antes de girarse y correr hacia un grupo de otros niños, dejándolas con la sensación de que algo profundo y ominoso había tocado sus almas.

Alina frunció el ceño, su mirada fija en la niña mientras la veía desaparecer entre los otros niños, que, al igual que ella, se dispersaban sin más. La sensación de que algo no estaba bien aumentaba con cada paso que daban por las angostas calles del pueblo, que se parecían más a un laberinto de sombras que a un lugar habitado por seres humanos.

Las casas de madera, desmoronadas por el paso del tiempo, se alineaban a ambos lados de la calle, con ventanas cubiertas por cortinas raídas. La niebla comenzaba a levantarse, envolviendo todo en una capa espesa que reducía la visibilidad a solo unos metros por delante.

El mercado, en el centro del pueblo, se veía casi desierto. Los puestos de venta estaban vacíos, pero en la atmósfera flotaba una espesa sensación de que las miradas se posaban sobre ellas, como si estuvieran siendo observadas desde las sombras.

Un hombre con una barba gris, vestido con harapos, se acercó a ellas sin hacer ruido, como un espectro de aquellos que habitan más allá del umbral de lo que es visible. Su mirada era penetrante, un brillo extraño en sus ojos.

- Cuidado, las cosas que dejen atrás no son solo polvo... son maldiciones - dijo en un susurro, dejando una vibración en el aire - Cada paso que den les acercará más al abismo. No es tarde para irse...

Las gemelas lo miraron en silencio, sin saber qué decir. No había amabilidad en sus palabras, solo una advertencia oscura que las hizo sentirse como intrusas en un lugar que no las quería. El hombre se alejó sin decir más, dejando atrás una sombra inquietante que las siguió por unos segundos, hasta que desapareció detrás de uno de los edificios.

Mariela estaba a punto de hablar cuando algo le hizo detenerse. La niebla había comenzado a levantarse con fuerza, envolviendo todo a su alrededor. La plaza, antes iluminada por la tenue luz de faroles viejos, ahora estaba sumida en una oscuridad profunda, como si la niebla hubiera absorbido la luz.

Un escalofrío recorrió su espalda. Alina, igualmente perturbada, se giró hacia ella, y ambas miraron hacia el final de la calle, donde la niebla ya se estaba arrastrando, envolviendo las casas, las puertas, los caminos, hasta que todo se convirtió en una masa gris y densa.

- Esto no es normal - susurró Alina, su voz rota por el miedo. - La niebla... no es solo niebla.

Mariela asintió sin poder articular palabra. Sentía que la niebla no solo les tapaba la vista, sino que también las estaba encerrando, aprisionándolas en su espeso manto. Algo, o alguien, las estaba acechando. Algo invisible que podía olerse, pero no verse.

Ambas comenzaron a caminar hacia la salida de la plaza, pero la niebla creció, más densa, más envolvente, hasta que los faroles ya no eran visibles. El sonido de sus pasos se apagó en el aire húmedo, como si el suelo los absorbiera. El silencio que las rodeaba era opresivo, insoportable, y la sensación de que algo las observaba creció con cada paso.

Un sonido sordo, un arrastre, vino de alguna parte en la oscuridad. Mariela se detuvo en seco, sus ojos abiertos de par en par, mientras el aire a su alrededor se volvía pesado, como si cada respiración fuera un esfuerzo. El suelo, ahora empapado por la niebla, crujió. Algo se movía detrás de ellas. Pero no lo podían ver.

- Alina... -murmuró Mariela, su voz rota. - No estamos solas hermana...

Alina se giró lentamente, buscando en la niebla que parecía tragarse todo a su alrededor. En su interior, algo se retorcía, algo que pedía a gritos que corrieran, que se alejaran de esa niebla que no era natural. Pero antes de que pudiera reaccionar, la niebla pareció hacerse aún más densa, como si cobrara vida propia.

Y entonces lo sintieron. Una presencia, una vibración en el aire, un peso invisible sobre sus hombros que les impedía respirar, que las hacía sentir pequeñas, insignificantes. Algo las estaba observando, acechando, al acecho, sin dejar escapar ni un solo resquicio de sus almas.

El viento se levantó de repente, como un rugido sordo que atravesó la niebla, haciendo que las cortinas de vapor se agitaran. Las luces del pueblo, que hasta ahora habían permanecido titilando con debilidad, se apagaron de golpe, como si algo hubiera absorbido la energía misma.

La oscuridad fue absoluta. Las gemelas no podían ver nada, solo sentir cómo la niebla se acercaba más y más, cómo la presión en sus pechos aumentaba, cómo el aire se hiciera más pesado.

Mariela comenzó a caminar hacia adelante sin rumbo, guiada solo por la sensación de algo que la arrastraba, un instinto primitivo que le decía que debía escapar. Pero el suelo se hundía bajo sus pies, como si las sombras quisieran tragarlas.




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