El aire estaba impregnado con un frío de cementerio cuando las gemelas, aún temblando por lo sucedido, se adentraron más en las calles oscuras del pueblo. La niebla se había disipado, pero su presencia persistía en el ambiente, en la forma en que las sombras parecían moverse con vida propia, como si todo alrededor de ellas hubiera adquirido una conciencia oscura.
A cada paso que daban, el silencio se volvía más profundo, más asfixiante. Algo invisible las rodeaba, una presión que no podían ver pero que era tan real como el peso del aire que las envolvía.
— Alina...— murmuró Mariela, su voz apenas un susurro. Estaba agotada, no solo físicamente, sino emocionalmente. El miedo que había experimentado en la niebla aún la perseguía, y el eco de las palabras de Aurelian se repetían en su cabeza como un mantra —Este pueblo está marcado. No es solo magia. Hay algo más.
— Lo sé, lo sé...— Alina respondió, su voz vacilante. — Pero ¿dónde se ha ido Aurelian? ¿Qué fue eso, Mariela? ¿Por qué no podemos ver lo que está acechando en la oscuridad?
Las gemelas caminaban sin rumbo fijo, moviéndose como sombras entre las sombras, guiadas por una fuerza invisible que las empujaba hacia algo, pero no sabían qué. La sensación de que algo las observaba se hacía más palpable con cada paso que daban.
Miraban a su alrededor, buscando alguna señal, alguna pista que las orientara, pero lo único que veían eran las mismas casas desmoronadas, los mismos caminos vacíos, como si el pueblo entero se hubiera detenido en el tiempo. Como si nunca hubiera sido un lugar real, sino una ilusión sin fin.
Alina, a pesar de su miedo, intentaba racionalizar lo que sucedía.
—Es solo el estrés, el cansancio... el maldito clima — dijo en voz baja, como si se estuviera convenciendo a sí misma.
Pero incluso mientras hablaba, las palabras parecían perderse en el aire, como si la propia atmósfera las absorbiera. Mariela no pudo responder. No podía encontrar las palabras para expresar lo que sentía. Todo parecía estar en su lugar, pero no lo estaba.
El pueblo era una cáscara vacía, un lugar que parecía existir fuera del tiempo, pero a la vez atrapado en él. La niebla, aunque ahora dispersa, seguía intacta en sus recuerdos, retorciéndose en su mente como una sombra que no quería soltarlas.
De repente, una luz titiló a lo lejos, más allá del cruce de calles que tenían frente a ellas. Era un farol, de los que quedaban en el pueblo, pero parecía parpadear con una irregularidad que no era natural.
El resplandor anaranjado de la luz se reflejaba en la niebla residual, distorsionando su forma y creando sombras grotescas que parecían moverse como serpientes, alargándose y retorciéndose sobre sí mismas.
— ¿Ves eso?— preguntó Alina, señalando el farol. Su voz era un susurro, pero en ella se notaba la tensión, la ansiedad creciente. Las sombras parecían moverse hacia el farol, como si algo las atrajera. — Tenemos que ir allí. Tal vez haya alguien que pueda decirnos qué está pasando.
Mariela asintió, pero sus piernas temblaban bajo ella. A medida que se acercaban al farol, el aire se volvía cada vez más denso, y un sonido comenzó a filtrarse desde las sombras a su alrededor. Un susurro. No, más bien, una multiplicidad de susurros que parecían hablar al mismo tiempo, distorsionados, bajos, incomprensibles.
Mariela trató de escuchar, pero era como si las palabras se desmoronaran al llegar a su oído. La sensación de ser observada la invadió por completo. El susurro no provenía de un solo lugar. Era como si todo el pueblo hablara a la vez, pero sus voces se unían en una sola corriente, un viento de murmullos que atravesaba sus pensamientos.
De repente, el farol se apagó, sumiéndolas en una oscuridad total. El silencio fue absoluto, solo roto por el ruido sordo de sus respiraciones. Un sudor frío recorrió la espalda de Mariela, y el pánico comenzó a apoderarse de ella. Alina, sin embargo, dio un paso al frente, como si quisiera desafiar la oscuridad que las rodeaba.
— ¡Alina, espera!— Mariela intentó detenerla, pero las palabras murieron en su garganta cuando vio algo en la oscuridad.
Algo se movía, algo que no podía ver, pero que podía sentir. Una presión en el aire, un cosquilleo que le recorría la piel.
— ¡Corre!— gritó Mariela, agarrando a su hermana por el brazo y tirando de ella hacia atrás, pero Alina se zafó de su agarre.
Sus ojos brillaban con una luz extraña, algo que no era completamente suyo, pero que también no era ajeno a ella. El terror que Mariela sentía se reflejó en los ojos de Alina, y fue entonces cuando la oscuridad comenzó a moverse.
Un suspiro helado pasó junto a ellas, recorriéndolas de arriba abajo como un aliento sucio, y Mariela sintió cómo algo invisible se deslizaba por su cuello, cómo la niebla volvía a envolverlas, más espesa que antes.
La oscuridad se alzó en formas irregulares, como si tomara forma propia, como si fuera una entidad, algo tangible que estaba a punto de devorarlas. Sus corazones latían en un ritmo frenético mientras la sombra las acechaba, y el aire se volvía cada vez más pesado. No podían respirar.
Y fue entonces cuando lo sintieron. Una presencia, algo que las observaba desde la oscuridad, algo que no podía ser visto, pero sí tocado, sí percibido. Era un peso.
Un malestar profundo, como si todo su ser estuviera siendo desgarrado por una fuerza invisible. Algo se deslizaba entre las sombras, acercándose a ellas, esperando el momento adecuado para atraparlas.
— ¡Alina!
Mariela gritó, su voz cargada de desesperación. Pero Alina no la escuchaba. Su rostro estaba distorsionado por un miedo profundo, pero también por una fuerza interna, como si su voluntad hubiera sido reemplazada por algo mucho más oscuro. La expresión en sus ojos reflejaba una lucha, pero al mismo tiempo, algo en su interior estaba cambiando. Algo la estaba dominando.
Y entonces, en medio de la oscuridad, apareció una figura: Aurelian. Pero no era el Aurelian que conocían. Estaba… roto. Su cuerpo parecía más frágil, su presencia más débil, como si cada paso que diera lo estuviera consumiendo.