El viento helado azotaba las ventanas de la casa Herondale, creando un murmullo incesante que parecía un lamento lejano, una queja arrastrada por la niebla. El pueblo estaba sumido en un silencio sepulcral, pero las gemelas sabían que, bajo esa calma, algo oscuro se cernía sobre ellos.
Las sombras en las calles parecían moverse por su cuenta, deslizándose como serpientes que se arrastraban entre las grietas de los edificios, esperando el momento adecuado para atacar.
Alina caminaba de un lado a otro de la sala de estar, incapaz de quedarse quieta. La opresión en su pecho no la dejaba respirar con normalidad, y sus pensamientos, al igual que las sombras que rodeaban la casa, parecían consumirla poco a poco.
La luz débil de la lámpara de aceite proyectaba sombras largas sobre las paredes, distorsionando las figuras a su alrededor, haciéndolas parecer más grandes, más grotescas de lo que eran en realidad.
Mariela, por su parte, se encontraba sentada cerca de la ventana, observando la quietud del pueblo. La niebla había regresado esa tarde, envolviendo todo en un manto espeso que hacía que la distancia pareciera un abismo.
La sensación de estar atrapada en un mundo ajeno, un mundo donde las reglas no eran las suyas, la tenía al borde de la desesperación. Algo en el aire, algo en los propios cimientos del pueblo, la estaba devorando.
- Alina, ¿crees que podamos confiar en lo que Aurelian nos dijo?
La voz de Mariela rompió el silencio de la casa, y Alina la miró desde donde se encontraba, sus ojos nublados de incertidumbre.
- No lo sé. No sé si debemos creerle. Todo esto... todo esto es tan extraño - respondió Alina, dejando caer su cuerpo sobre una silla, la cabeza entre las manos -Pero lo que dijo... lo dijo con una desesperación real. Algo aquí está mal, Mariela. Y cada vez que intento comprenderlo, más me pierdo.
Mariela observó el pueblo, la niebla espesa y su silencio insoportable. Podía sentir cómo el aire se volvía más denso a medida que avanzaba el día. La sombra de Aurelian, ese ser atrapado entre dos mundos, seguía presente en su mente, su voz en sus oídos:
- No estáis a salvo aquí...
De repente, un golpe seco resonó en la puerta. Fue un sonido que las sacó de su ensimismamiento, como un toque de tambor anunciando el comienzo de un ritual. Mariela se levantó rápidamente, con el corazón acelerado. Alina también reaccionó, poniéndose de pie al instante, con los ojos llenos de alerta.
- No es posible... ¿quién podría ser? - murmuró Mariela, con un hilo de voz que no era suya.
El miedo se apoderaba de su pecho, y la ansiedad se volvió tan palpable como la niebla que se arrastraba por el pueblo.
Alina abrió la puerta lentamente, y al hacerlo, un escalofrío recorrió su espalda. La luz del día ya se había desvanecido, y la oscuridad caía rápidamente sobre el pueblo. Ante ellas, apareció una figura encapuchada, cuya silueta se desdibujaba en la niebla. El rostro, oculto bajo la capa, parecía una sombra más que una persona. No podía verse nada, solo los ojos, dos destellos brillantes que parecían atravesarlas, clavándose en sus almas.
- ¿Qué quieres? - preguntó Alina, su voz tensa, apenas un susurro.
La figura no contestó de inmediato. Su presencia era como un peso en el aire, algo antiguo y que no pertenecía al tiempo presente. Finalmente, la voz que salió de su boca era profunda y resonante, como si emanara de las entrañas de la tierra misma.
- El pueblo está marcado. El precio de la verdad no es lo que esperáis. ¿Querréis escucharla?
Las palabras, aunque suaves, parecían impregnadas de una energía oscura que las rodeaba, envolviéndolas. La figura levantó la mano, señalando el pueblo, que, al parecer, seguía sumido en un silencio espeso.
- Su llegada ha alterado el equilibrio. Cada uno de ustedes tiene un propósito aquí... pero no todos sobreviven para entenderlo.
Mariela dio un paso atrás, sintiendo un estremecimiento profundo. "¿Qué estás diciendo?" preguntó, su voz temblorosa.
La figura levantó su mano hacia el cielo, donde la luna, aún débil, comenzaba a asomarse entre las nubes negras. El aire se volvió aún más frío, y el sonido del viento se amplificó, como si el mundo entero estuviera escuchando, esperando.
- El pueblo ha sido marcado por generaciones. La magia que lo envuelve es tan antigua como las montañas que lo rodean. Los que vienen, como ustedes, siempre terminan atrapados en la tela de araña tejida por quienes lo habitan. Todos los que han intentado liberarse de ella, todos han caído.
Alina y Mariela se miraron, los ojos llenos de terror. La figura las observó, como si las estuviera estudiando, como si sus destinos ya estuvieran escritos en un libro que jamás podrían leer.
- ¿Y Aurelian?- preguntó Alina, incapaz de aguantar más. - Él nos dijo que el pueblo está bajo un hechizo, que está maldito...
La figura se acercó un paso, y las gemelas dieron un paso atrás, sintiendo la presión aumentar.
- Aurelian... es solo una pieza en un juego que él mismo no entiende. El cinturón que lo marca es la cadena que lo ata a esta maldición. Pero el poder del pueblo es más antiguo que la hechicería de su madre, Lyra. Todos están condenados, atrapados entre la luz y la oscuridad. Y ahora, ustedes también lo están.
Las gemelas sintieron el peso de sus palabras. La figura, tras un largo silencio, comenzó a retirarse lentamente, deslizándose de vuelta hacia la niebla.
- Lo que queda del pueblo ya no es vida, ni muerte. Es solo... un eco. Y ustedes, queriendo conocer la verdad, pronto serán parte de ese eco.
Antes de desaparecer completamente, la figura dejó una última advertencia.
- Recuerden, la verdad es un veneno que mata lentamente a quien la recibe. Y para liberarse, alguien debe perderlo todo.
El viento la envolvió en la oscuridad, y el silencio volvió a caer, pesado y ominoso.
Mariela cerró la puerta con un temblor en las manos. Alina, completamente callada, se acercó a su hermana, sintiendo la misma sensación de malestar y terror que ella. El aire estaba más pesado que nunca, y las palabras de la figura seguían resonando en sus mentes.