Cinturón De Sombras

El Silencio del Cinturón

La mansión de Lysia estaba sumida en una oscuridad densa, quebrada solo por la luz de las velas que temblaban en los candelabros de hierro negro. El aire, denso y frío, parecía estar impregnado de la misma sombra que envolvía a la casa, como si la mansión misma respirara una oscuridad ancestral, sedienta de control.

La biblioteca, ubicada en el centro del ala este, era el corazón de todo aquel mal que se respiraba en el aire. Allí, rodeado de libros que contaban historias de magia, tragedia y destino, Aurelian estaba cautivo.

Él no veía la luz del día. No sentía el calor del sol ni la brisa fresca del aire. Su único mundo era ese pequeño espacio, rodeado de miles de dibujos, de bocetos y de ilustraciones, todos forzados por la voluntad de su madre. En cada página que sus manos tocaban, sentía cómo el cinturón lo apretaba, cómo la magia oscura invadía cada fibra de su ser, controlando sus movimientos, sus pensamientos, su vida misma.

Lyra, su madre, estaba en la misma habitación. Como siempre, la hechicera se encontraba inmersa en sus propios pensamientos, con su mirada perdida en las páginas de un libro antiguo que parecía tan negro como su alma. Cada palabra que leía la sumía aún más en la obsesión que la devoraba:

— Aurelian es mío. Nadie lo tendrá. Nunca lo dejaré ir.

Él podía sentirlo, podía ver la forma en que sus dedos temblaban al pasar las páginas, el modo en que sus labios se apretaban con rabia contenida, como si quisiera retener algo que se escapaba de su control. Aurelian estaba atrapado, pero más que eso, estaba siendo moldeado a la fuerza, transformado en una sombra de lo que una vez fue.

— ¡Aurelian!— La voz de Lyra cortó el silencio de la habitación como un filo de cuchillo. — ¿Por qué te has rebelado contra mí? ¿Por qué insistes en luchar?

Aurelian levantó la cabeza lentamente, como si cada movimiento le costara un esfuerzo titánico. El cinturón, esa prisión oscura que lo aprisionaba tanto física como mentalmente, estaba alrededor de su torso y cintura, apretando su respiración, haciendo que cada palabra, cada pensamiento, se volviera cada vez más difícil de sostener.

El dolor era constante. La presión de la magia que lo mantenía atado era como una cuerda invisible que lo arrastraba hacia el abismo. Pero, a pesar de todo, su corazón seguía latiendo con fuerza, y aunque su cuerpo estuviera agotado, su alma aún luchaba, desesperada por salir de su cautiverio.

Lyra se acercó lentamente, con una gracia que contrastaba con la crueldad de sus intenciones. Su presencia era imponente, como una sombra que todo lo devoraba. En sus ojos brillaba una mezcla de amor enfermizo y control absoluto, una mirada que ya no pertenecía a una madre, sino a una criatura posesiva que no podía concebir que algo, o alguien, estuviera fuera de su alcance.

— ¡Aurelian!— La voz de Lyra se volvió más baja, pero más intensa — Eres mío. Mío, y nadie más podrá tenerte. Yo te creé, te formé. Y no me importa cuánto intentes escapar. Tú nunca me dejarás.

Aurelian cerró los ojos, sintiendo el peso de sus palabras hundirse en su corazón. Cada palabra de su madre era como una daga que atravesaba su pecho, destrozando sus esperanzas de libertad. Sabía que estaba atrapado, pero aún no quería rendirse. No quería creer que todo lo que quedaba en él era solo una sombra de lo que una vez fue.

— ¡No soy tu propiedad! — gritó Aurelian, su voz rasposa, llena de desesperación.

Pero inmediatamente, el cinturón reaccionó. Un tirón de magia oscura lo golpeó en el pecho, lo derribó contra el respaldo del sillón, y su respiración se entrecortó por el dolor.

Lyra lo miró fijamente, su rostro una máscara de calma controlada.

— Lo que no entiendes, Aurelian — susurró, acercándose aún más a él, — es que esto es por tu bien. Todo lo que hago, lo hago por tí. No puedes escapar, y no lo harás. Te haré olvidarlo todo. Te haré olvidar.

Un escalofrío recorrió la espalda de Aurelian. ¿Olvidar? ¿Cómo podría olvidar? Sabía lo que estaba sucediendo. Sabía lo que su madre quería hacer: arrancarle de su alma cualquier vestigio de libertad, despojarlo de su humanidad para convertirlo en una extensión de ella misma.

El cinturón se apretó aún más, y Aurelian sintió que su mente se nublaba, que su visión se oscurecía. Pero dentro de esa negrura, algo en él seguía luchando. Su alma seguía gritando, pidiendo libertad.

Lyra lo observaba, impasible, mientras sus manos conjuraban una nueva oleada de magia oscura. La magia lo rodeó, lo envolvió, lo atrapó más profundamente en su trampa.

— Recuerda, Aurelian — murmuró Lyra, su voz más suave, como si estuviera susurrando una dulce mentira — solo yo puedo salvarte. Solo yo te daré paz.

Pero Aurelian sabía que la paz que su madre le ofrecía no era más que un sueño roto, una ilusión en la que él nunca podría encontrar consuelo. La paz de Lyra era una prisión, y él no podía vivir en ella.

El sillón en el que estaba sentado, una silla de terciopelo negro, parecía absorber cada gramo de su ser. Era el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, donde su cuerpo estaba atado por la magia de su madre, y donde la desesperación lo devoraba poco a poco.

Las paredes de la mansión estaban llenas de sus dibujos, de los trazos de su alma capturados en cada página, pero Aurelian no se sentía libre al dibujar. Cada trazo era una cadena más. Cada boceto era una herida más que se abría en su corazón.

Con un suspiro derrotado, Aurelian tomó el bloque de dibujos, como siempre lo hacía. Aunque su cuerpo estuviera agotado, aunque sus manos sangraran por el esfuerzo, no podía evitarlo. No podía dejar de dibujar.

El cinturón lo obligaba a hacerlo, lo forzaba a seguir creando, a llenar página tras página con los más mínimos detalles, mientras su mente se fragmentaba cada vez más.

Su madre observaba en silencio. A medida que él dibujaba, ella se acercaba a él, con una mirada que fusionaba amor y posesión. Nadie, absolutamente nadie, le arrebataría a su hijo. Suyo propio y de nadie más.




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