El cinturón estaba más apretado que nunca. Aurelian podía sentir cómo la magia oscura lo envolvía, lo comprimía. El peso del metal sobre su cintura y torso era como un lazo de hierro, aplastando su cuerpo, sus pulmones robándole el aire, ahogando sus pensamientos. No podía dejar de dibujar.
Sus dedos temblaban mientras sostenían el lápiz, y la presión sobre su brazo derecho se intensificaba con cada trazo que hacía en el Block. El dolor comenzaba a ser insoportable. La piel de su muñeca y los tendones de su brazo se tensaban como cuerdas, cada vez más, al ritmo de sus movimientos compulsivos.
Cada línea que trazaba parecía que le arrancaba algo de su alma, como si estuviera desgarrando pedazos de sí mismo. Pero el cinturón, con su poder oscuro, no le permitía soltar el lápiz. No podía dejar de dibujar.
Aquel sillón mágico lo mantenía atado, lo mantenía a su merced. Era el único lugar en el que su madre le permitía estar. El sillón de terciopelo negro parecía fusionarse con su cuerpo, atrapándolo aún más en su propia desesperación.
La suave tela negra ya no le ofrecía consuelo, sino una prisión de lujo, que solo lo debilitaba más. Y su madre... Lyra, su madre, estaba sentada cerca, observando en silencio. Nunca se cansaba de verlo, nunca se cansaba de ver cómo su hijo, su creación, era sujeta a esa magia. A ella le gustaba verlo dibujar.
El maldito cinturón, la maldita magia... todo lo que él deseaba era liberarse. Pero las horas pasaban. No importaba cuánto lo intentara, no importaba cuánto luchara. No podía moverse.
- ¡Deja el lápiz! - susurró Aurelian en su mente, gritando a la nada, a su madre, a la magia, pero sus labios no se movieron.
¿Por qué no podían moverse? Su boca estaba sellada, como si un hechizo de silencio se hubiera incrustado en él. El cinturón lo mantenía sin poder emitir una palabra que no fuera Sí, madre. Y mientras su alma gritaba por liberarse, sus labios solo podían pronunciar esa frase, ese murmullo de resignación, esa mentira que él mismo se decía: Sí, madre.
- No...- pensó con todas sus fuerzas. - No, no quiero. No quiero más... por favor...ayúdenme
Pero su madre no lo miraba. Ella estaba ocupada en sus propios pensamientos oscuros, leyendo en sus libros oscuros, alimentándose de la desesperación de su hijo, perdiéndose en la comodidad de su control.
¿Por qué? Aurelian pensaba mientras sentía cómo la magia oscura lo llenaba cada vez más. ¿Por qué no me dejo morir? Quería cerrar los ojos y dejar que la oscuridad lo tragara. Pero no podía. No podía dejarse consumir. Había algo en su interior, algo tan puro y fuerte que no podía destruirse, a pesar de todo. La magia blanca lo protegía.
Su alma. En medio del caos, en medio de la agonía, algo seguía intacto en él, algo que, por alguna razón, su madre no había logrado corromper. Su alma blanca. La magia que él llevaba dentro, la magia que había heredado sin quererlo, comenzaba a resurgir, a crecer más y más, mientras el dolor del cinturón lo atravesaba.
Cada trazo que hacía en el Block parecía intensificar ese poder, cada línea que el lápiz dibujaba parecía fortalecer la magia blanca dentro de él, como si cada dibujo fuera un pequeño acto de resistencia.
A medida que sus manos seguían moviéndose, a pesar del dolor, de la desesperación, su magia blanca se expandía por su cuerpo, atravesando las fibras de su ser, haciendo retroceder las sombras que intentaban devorarlo.
El cinturón, al principio, había sido su cárcel, su condena, pero ahora, poco a poco, se convertía en su fuente de poder. La magia oscura de su madre, el mismo mal que lo había atado, ahora alimentaba la magia blanca que había dentro de él. Y Aurelian lo sentía.
El dolor en su brazo derecho, en sus dedos, comenzaba a ser insoportable. Los músculos de su brazo estaban tan tensos que sentía que podrían desgarrarse, pero aún así, sus dedos no dejaban de moverse. No podía detenerse. No podía dejar de dibujar.
Cada dibujo se volvía más detallado. Más perfecto. Aquel último dibujo que había hecho, de una figura que se retorcía en el centro de un vacío sin fin, de unos ojos vacíos que no miraban nada, pero que veían todo... Aurelian no sabía por qué había dibujado eso.
Pero lo sabía. Era él. Él en cada línea. Esa figura que lo representaba, esa figura que estaba atrapada, que no podía escapar, que era condenada a un ciclo eterno de sufrimiento, era él.
- ¿Por qué...?
Aurelian intentaba formular la pregunta, pero sus labios no se movían. ¿Por qué ella no lo dejaba ir? ¿Por qué su madre no podía simplemente... liberarlo? ¿Por qué? ¿Por qué su madre no podía quererlo como una madre normal? Pero en su mente, la voz de Alina apareció.
Aurelian...
La voz de Alina se escuchó clara en su mente, como un faro en medio de la tormenta. La luz que había estado esperando, que había estado deseando con cada fibra de su ser, se manifestaba en esa voz.
Alina, esa chica que había conocido y que le había mostrado, aunque fugazmente, que aún existía la posibilidad de salvarse. Alina...
Con el contacto de su voz, su alma blanca brilló con más fuerza. Alina lo estaba llamando. En medio de la oscuridad, en medio del control absoluto de su madre, Alina le recordaba que todavía había algo por lo que luchar.
Alina se había convertido en su ancla, su luz, en la oscuridad de su prisión. Ella era el único pensamiento que mantenía su mente en su lugar.
- Alina...- repitió para sí mismo, sin poder pronunciarla en voz alta - No te olvides de mí. No me dejes caer en esta oscuridad.
Pero la magia que le rodeaba lo golpeaba con fuerza. El cinturón apretaba más y más, y su cuerpo, debilitado por el esfuerzo de seguir dibujando, comenzó a ceder.
- No puedo...- pensó, sintiendo cómo su cuerpo ya no respondía.
Pero sus dedos, como si estuvieran controlados por una voluntad ajena, seguían moviéndose, sin descanso, sin fin.