Cinturón De Sombras

El Juego del Dolor

La Larga Espera

La mansión de Lysia se encontraba bajo el peso de una oscuridad que parecía tener vida propia. La luz de las velas titilaba débilmente, proyectando sombras danzantes en las paredes, sombras que parecían tener su propia voluntad, moverse a su propio ritmo.

La sala estaba en silencio, un silencio tan denso que podía escucharse el latido de su propio corazón, como un tambor que marcaba el ritmo de la tortura. Y, en el centro de todo, Aurelian se encontraba atrapado en su silla de terciopelo negro.

El cinturón mágico, esa maldita prisión de metal dorado, lo rodeaba con su implacable control. Aurelian podía sentir la energía oscura que emanaba de él, cómo esa magia lo comprimía, lo aplastaba, le robaba la voluntad con cada segundo que pasaba. No podía moverse.

No podía hacer nada. Su cuerpo estaba sellado, cautivo, y su mente, aunque aún luchando, sentía cómo las cadenas de la magia se entrelazaban en su interior, hasta hacerle creer que nunca más sería libre.

El sillón mágico lo mantenía inmóvil. Era como si la tela misma estuviera hecha de sombras que lo arrastraban, de manos invisibles que lo atrapaban por completo, presionando su torso, su espalda, las piernas. Cada centímetro de su cuerpo sentía el peso de esa magia, como si el sillón fuera una extensión de la oscuridad misma.

Los ojos de Aurelian se fijaron en el Block de dibujos que tenía frente a él, ese maldito block que su madre le había dado, y no pudo evitar sentir la agonía de su propia existencia reflejada en cada página en blanco.

— Dibuja, Aurelian — murmuró la voz de Lyra, suave pero llena de autoridad. Aurelian cerró los ojos, como si pudiera bloquearla, pero la voz de su madre seguía resonando en su mente, como un eco cruel. — Dibuja para mí. Hazlo bien, porque solo entonces serás mío. Solo entonces, podrás descansar.

Descansar. El pensamiento de descansar lo hizo reír amargamente en su interior. No podía descansar. Nunca podría descansar, mientras estuviera bajo el control de esa magia. El cinturón apretó un poco más alrededor de su torso y cintura, como si respondiera a sus pensamientos, como si quisiera recordarle quién tenía el control.

Aurelian, con sus ojos cerrados, trató de zafarse, de liberar un brazo, de mover una mano, de sentir algo distinto a esa incomodidad constante. Pero no podía.

El cinturón lo mantenía pegado al sillón, su cuerpo prisionero de esa tela, su alma atrapada por la magia. El sudor resbaló por su frente, y sintió que sus muñecas, atrapadas por la magia del cinturón, comenzaban a dolerle. Un dolor profundo, como si la esencia misma de su ser estuviera siendo arrancada, un pedazo a la vez.

El lápiz en su mano comenzó a moverse de forma casi automática, forzado por la magia. Cada trazo que hacía sobre el papel le arrancaba más de sí mismo. ¿Por qué dibujaba? Sabía que no podía detenerse, pero eso solo aumentaba el sufrimiento.

No había escapatoria. Su cuerpo dibujaba, su mente luchaba, y las horas pasaban. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Se preguntaba a sí mismo mientras su cuerpo, paralizado, seguía trabajando sin su consentimiento. El tiempo se desvanecía, y la única constante era el dolor.

El dibujo que comenzó a tomar forma en el papel era grotesco. Una figura humana, pero distorsionada, sus miembros alargados, retorcidos, como si la figura estuviera siendo arrastrada por las mismas sombras que lo mantenían cautivo. Era él.

Aurelian no necesitaba mirarlo para saberlo. Era él. La figura en el papel representaba la misma agonía que sentía en su alma, la misma desesperación que lo consumía lentamente.

Cada línea que trazaba, cada sombra que añadía, era una marca en su alma, como si estuviera sellando su destino en ese pedazo de papel. Y a pesar de todo, el lápiz no dejaba de moverse, como si tuviera vida propia. El control de su madre era absoluto, y no había escapatoria.

Pero en lo más profundo de su ser, en la oscuridad de su mente, había algo que no se dejaba aplastar. Su magia blanca, aunque debilitada, seguía viva. En cada trazo que hacía, en cada dolor que sentía, algo dentro de él se negaba a ceder.

A medida que el dibujo se completaba, Aurelian sintió que el peso sobre su pecho aumentaba, como si todo lo que había dejado de ser suyo se acumulaba allí. La figura en el papel, con sus ojos vacíos, su cuerpo distorsionado, parecía mirarlo, y por un momento, la desesperación lo amenazó por completo.

— ¿Por qué sigo dibujando? — pensó, pero sabía que no podía detenerse.

El cinturón, la magia oscura, lo obligaban. Su mente luchaba, pero el control de su madre era más fuerte. Aurelian no sabía cuánto tiempo había pasado desde que comenzó a dibujar, pero a medida que las horas se alargaban, su cuerpo comenzaba a ceder. El dolor en su brazo derecho era insoportable.

Sentía que los músculos se estiraban hasta su límite, que sus dedos iban a romperse, pero no podía detenerse. El cinturón lo mantenía atrapado, inmovilizado, y el sillón mágico parecía tragarse más de su energía, más de su vitalidad.

La luz de las velas titilaba débilmente, pero las sombras seguían creciendo, como si el tiempo se hubiera detenido en este rincón oscuro de la mansión. Cada trazo del lápiz se sentía más pesado, y la presión sobre su cuerpo aumentaba. ¿Cuánto más podría soportar?

— Dibuja, Aurelian.— La voz de su madre, esa voz tan suave, tan llena de control, resonó una vez más en su mente. Y mientras la escuchaba, algo dentro de él se quebró.

— Sí, madre, — susurró, como si el sonido de esas palabras fuera lo único que podía decir. No podía desobedecer, no podía negarse a ella. Era su única opción.

El dibujo ante él comenzó a tomar forma, pero esta vez, algo era diferente. La figura que dibujaba se mostraba más distorsionada, más sufrida. Aurelian podía ver su propio reflejo en ese dibujo, pero no era un reflejo de su rostro.

Era una monstruosidad. Sus ojos, vacíos, sin vida, lo miraban fijamente desde el papel. Su alma, su ser estaba siendo absorbido por esa figura. El dibujo ya no era solo un medio de escape, era su condena.




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