El aire era denso y frío, pesado con la sensación de lo prohibido. A medida que Aurelian, Alina y Mariela avanzaban, las sombras que antes rodeaban el bosque parecían crecer, alargándose como brazos invisibles que intentaban atraparlos, sumergirlos en el vacío de la oscuridad.
El ambiente estaba silencioso, un silencio absoluto que no solo cubría el espacio, sino que oprimía el alma. Era el tipo de silencio que te ahoga, te consume, como si el lugar mismo estuviera respirando, esperando su próximo aliento, esperando que te equivocaras.
La biblioteca estaba cerca, pero no podían verla. La niebla que se elevaba del suelo ya no parecía como una capa común de vapor, sino que parecía un velo antiguo, como un manto de olvido que cubría lo que no debía ser visto.
La tierra que pisaban estaba bajo una capa de musgo negro, una sustancia húmeda y viscosa que se adhería a las suelas de sus zapatos, como si intentara atraparlos en su embrujo, haciendo que cada paso fuera más pesado que el anterior.
La biblioteca se materializó finalmente frente a ellos, pero no como algo tangible. Era un lugar que parecía una herida abierta en la tierra misma, un abismo antiguo en el que se ocultaban los secretos de los muertos. Su forma era increíblemente retorcida, inescrutable. El edificio en sí no parecía real, como si no estuviera hecho de piedra, sino de algo mucho más oscuro, más vivo.
Las paredes se curvaban hacia arriba, pero sus bordes parecían distorsionarse en el aire, como si se retorcieran y cambiaban de forma al mirarlas. Escaleras sin fin llevaban a niveles superiores que se perdían en la niebla, y las ventanas no parecían hechas de cristal, sino de una sustancia viscosa, oscura, que reflejaba solo las sombras que se movían dentro de ellas.
Un retumbar profundo se sintió en el suelo, como el latido de un corazón que resonaba desde lo profundo de la tierra. Cada paso que daban se sentía como una invasión, como si estuvieran pisando sobre algo sagrado, algo que nunca debió ser tocado. Las paredes de la biblioteca parecían respirar, su superficie vibraba, como si las almas atrapadas dentro de ella estuvieran murmurando, llamando a los vivos a entrar.
Aurelian detuvo sus pasos, el dolor en su pecho se intensificó, como si el lugar mismo lo estuviera acechando, sabiendo que su magia, su fuerza, ya no era la misma. Sentía la presión de las sombras rodeándolos, el peso de las almas atrapadas en los estantes de aquellos libros olvidados. Sabía lo que los tres habían venido a hacer, pero la sensación de estar rodeados por las almas perdidas hacía que incluso la valentía de Aurelian titubeara.
Mariela se acercó, sus ojos vacíos, pero su mirada fija en lo que se encontraba dentro de la biblioteca.
— Este lugar... no está hecho para los vivos, — susurró, su voz temblorosa, como si su alma misma temiera entrar allí. — Esto... esto no es solo un lugar de conocimiento. Es una prisión.
— Es más que una prisión.— La voz de Alina, fuerte pero resonante con un tono de temor silencioso, quebró el silencio. — Este lugar no es solo para atraparlos. Este lugar los devora. Nos devorará si entramos.
Aurelian los miró, sintiendo una corriente de desesperación fluir a través de él.
— Este lugar, las almas... están aquí para siempre,— murmuró, casi para sí mismo. — Son prisioneras, condenadas a nunca descansar.
Alina apretó su mano, su magia blanca empezando a disiparse como una pequeña chispa en el aire, pero la tensión en su rostro era palpable. Ella también sentía el peso de la oscuridad que rodeaba la biblioteca.
— No podemos temer. Debemos entrar.
Mariela, sin embargo, sintió la frialdad del miedo rodeándola, como si el aire se hubiera congelado.
— ¿Y si no salimos de aquí? ¿Y si nos quedamos atrapados? — Su voz tembló mientras avanzaba, su mente abrumada por los recuerdos de todas las almas atrapadas dentro de esos muros. — ¿Y si quedamos como ellos?
Pero Aurelian no podía detenerse. Su mente había sido clarificada por la luz de la esperanza que había compartido con las gemelas, y sabía que esta era su última oportunidad para salvar a todos, para liberar el pueblo.
— Este lugar es el final. Si no derrotamos a la entidad que lo controla aquí, todo estará perdido,— dijo, su voz sólida y firme, aunque su cuerpo se sentía drenado. — Vamos.
El portal se abrió ante ellos. Un paso tras otro, ellos cruzaron el umbral de la biblioteca, y al entrar, la puerta se cerró con un sonido espantoso, como un grito bajo que resonó en sus corazones.
El interior de la biblioteca era más oscuro de lo que cualquiera podría imaginar. Las estanterías no eran simples estantes de madera; eran túmulos, tumbas cubiertas de polvo y desgaste.
Los libros no estaban ordenados en líneas o secciones; se amontonaban en pilas desordenadas, con páginas rotas, algunas quemadas por el tiempo, otras desintegradas en polvo negro.
Pero los títulos de los libros no se podían leer, pues parecían estar escritos en lenguajes olvidados, con símbolos que danzaban y cambiaban cuando los mirabas de cerca.
Y las voces, las voces eran lo peor. Un susurro incesante venía de todas partes, de los libros, de las paredes. Había algo en el aire que hacía que las almas atrapadas lloraran. Cada susurro era como un aliento frío, acariciando sus oídos, pero no había rostro a la vista, solo una presencia oscura que invadía sus mentes.
Mariela empezó a sentir una presión en su pecho. Cada paso que daba se sentía más pesado. Las voces comenzaban a penetrar sus pensamientos, arrastrándola hacia la desesperación.
—No podemos salir,— escuchó en su mente, como si mil voces susurraran juntas. — Nos quedaremos aquí para siempre, atrapados en esta oscuridad.
Aurelian también se sentía agobiado. La biblioteca parecía devorarlo desde adentro. La luz que quedaba en él se desvanecía lentamente. Miró a su alrededor y vio sombras que se movían entre los pasillos, sombras que susurraban, como si todos los secretos del mundo estuvieran escondidos en este lugar, esperando ser liberados por cualquier alma incauta.