El lugar se desmoronó ante sus ojos. La niebla densa los envolvía, como una cobertura viscosa que se aferraba a sus cuerpos, impidiendo el avance. Alina y Aurelian se habían mantenido unidos en su lucha contra el mal, pero de repente, todo cambió. La niebla se levantó de forma intempestiva, como si el mismo bosque decidiera separarlos, arrastrando a Aurelian en una dirección y dejando a Alina atrás, inmovilizada.
— Alina….— El grito de Aurelian se perdió en el aire. — ¡No! ¡Alina!
Pero la niebla lo sepultó como un manto pesado, una muralla de sombras y frío que lo desorientó. No podía ver nada más allá de unos pocos pasos. El miedo lo envolvía, el vacío de la soledad se instauró en su pecho, como un agujero negro devorando cada pensamiento, cada resquicio de esperanza.
Y entonces, una figura en la niebla se alzó ante él. Un árbol gigantesco, oscuro y tortuoso, cuyas ramas se estiraban hacia el cielo como garras negras. El tronco del árbol era como la piel de una bestia malherida, arrugada, sucia, cubierto de un musgo espeso que parecía respirar a su propio ritmo.
Rostros de niños, de niños atrapados, se veían incrustados en la corteza. Sus ojos lloraban, sus bocas abiertas, como eco de gritos silenciados por siglos. Cada rama, cada hoja, estaba decorada con las caras de los perdidos, huesos rotos que no podían encontrar paz. Y en el centro, como una figura desafiante, Alina estaba atrapada.
Las lianas, tejidas como serpientes, la envolvían, apretando su cuerpo contra el tronco del árbol, atándola con fuerza, como si el mismo árbol viviente la estuviera devorando lentamente. El musgo cubría sus manos, sus pies, y en sus ojos se reflejaba el horror de ser prisionera, un eco de angustia que resonaba en las paredes de su alma.
— ¡Alina!
Aurelian corrió hacia ella, pero la niebla lo empujó hacia atrás con tal fuerza que casi lo derribó. Los rostros en las ramas parecían reírse de él, burlándose, como si la tragedia de su madre hubiera encontrado finalmente su forma perfecta: un árbol de almas perdidas, petrificadas por el paso del tiempo y la magia oscura.
— ¡Alina, no!
Aurelian extendió las manos, sintiendo la magia blanca intentar romper la niebla, pero la luz comenzaba a desvanecerse, ahogada por la presencia del árbol. Era como si la biblioteca misma estuviera tragando su energía. Su cuerpo ya no respondía con la misma fuerza.
— ¿Qué pasa? — Su mente se nublaba — No puedo… no puedo alcanzarla…
El vacío lo rodeaba, y la soledad se hizo aún más palpable. El aire se volvía espeso, más pesado, como si el bosque estuviera tragándose su ser. Aurelian cerró los ojos, sintiendo una presión enorme en su pecho. No estaba preparado para esto. No sin Alina. No solo.
— ¡ALINA! — gritó, su voz rasgada por el desgarrador eco de su desesperación.
Pero el árbol no lo dejaba avanzar. Las ramas se movían, creciendo más rápido, envolviendo el lugar. El miedo se cernió sobre él, y en su alma, la magia blanca comenzaba a debilitarse. Aurelian sintió que su cuerpo comenzaba a fallar, como si cada rayo de luz que quedaba en él estuviera apagándose lentamente.
Entonces, como un relámpago en la oscuridad, la voz de su madre, Lyra, resonó.
— ¿Qué tal, hijo mío?
Aurelian se giró, su corazón se detuvo por un segundo. Lyra apareció ante él, como una sombra tallada por la misma oscuridad, su rostro marcado por una sonrisa de satisfacción retorcida. Su figura se materializó lentamente en medio de la niebla, como un espectro que había estado esperando su momento.
— Lyra... — La voz de Aurelian era un susurro tembloroso, el peso de la culpa y la soledad presionando sobre él. — ¿Por qué? ¿Por qué haces esto?
Lyra rió. La risa era baja, mala, como una sombra que se alimenta de los miedos más oscuros.
— Porque tú elegiste mal, Aurelian, — dijo ella, su voz dulce pero venenosa. — Decidiste alejarte de mí, enfrentarte a mí, quitarte el cinturón mágico para ser libre. ¿Y todo para qué? Para acabar aquí... solo, y a punto de perderlo todo.
Aurelian sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. La herida de la traición era profunda, pero la voz de Lyra solo aumentaba su desgarradora desesperación.
— Todo esto es tu culpa,— murmuró Aurelian, — Tu obsesión... tu deseo de control... todo este sufrimiento....
Lyra se acercó, su figura envuelta en sombras, la niebla rodeándola como una corona de maldición.
— ¿Control?— La risa de Lyra se hizo más fuerte, más burlona. —¡Sí, Aurelian! Yo quise controlarte, pero tú eres mi hijo. Solo mío. ¿No lo entiendes? Yo te creé, te moldeé. Te tomé cuando no había nadie más. Te alimenté de mi magia. Y tú me dejaste.
Aurelian cayó de rodillas, el peso de la realidad aplastando su alma. La magia blanca ya no respondía a su llamado. Las sombras que Lyra había desatado sobre él comenzaban a ahogar su esencia, y la desesperación lo envolvía más que nunca.
— ¿Por qué no me entendiste?— Lyra susurró, acercándose a él. — ¿Por qué elegiste irte? Todo lo que hice fue por amor. Por el amor que te tengo. No puedo perderte, Aurelian.
— ¡No!— Aurelian gritó, levantando la mano, su magia brillando débilmente. — ¡No soy tu prisionero! ¡No te pertenezco!
Pero su voz se quebró al ver el rostro de Alina, atrapada en el árbol, desvaneciéndose en la niebla.
— ¡Alina!
Lyra lo miró fijamente, su rostro serio y sombrío.
— No puedes salvarla. Y tampoco te salvaré a ti.
El vacío lo rodeaba, y en ese momento, Aurelian sintió que ya no quedaba nada más en él. La desesperación se apoderó de su ser, pero una chispa de luz surgió en su interior, y aunque la luz blanca comenzaba a desvanecerse, él no se rendiría. No podía. No ahora.