La biblioteca entera pareció contener el aliento. El tiempo no se movía. Las sombras eran estáticas. Como si todo estuviera esperando ver qué ocurriría con ella. Alina Herondale.
Su cuerpo temblaba, prisionera del árbol viviente. La corteza húmeda y rugosa del tronco se adhería a su espalda como una segunda piel, fría y pulsante. Las lianas verdes, gruesas como serpientes, se enrollaban en sus tobillos, su cintura, su cuello, oprimiendo con una ternura enfermiza. Como si el propio árbol la abrazara para devorarla lentamente.
Su vestido azul, ya desgarrado en las mangas por la fuerza con la que fue arrastrada, ondeaba débilmente al compás de un viento que no existía. Sus manos, tensas, arañaban el musgo resbaloso del tronco, intentando encontrar algún punto de escape, un resquicio, una grieta, una esperanza.
Pero el árbol no la soltaba.
Era un ser vivo hecho de dolor antiguo, alimentado por las lágrimas de quienes nunca pudieron huir. En sus ramas colgaban rostros petrificados de niños. Ojos abiertos, bocas congeladas en gritos eternos, sus almas absorbidas en la savia maldita que fluía bajo la madera. Las hojas negras, marchitas, con bordes sangrantes susurraban los nombres de los que fueron olvidados, y lo hacían en la lengua del dolor.
— No… no me convertiré en uno de ellos.
La mente de Alina resistía. La magia blanca en su interior, aunque disminuida, seguía palpitando débilmente, como el corazón de un ave herida. Sentía la esencia de su hermana en la distancia. Sentía a Aurelian. Aunque la niebla los hubiera separado, aunque la oscuridad quisiera hacerla creer que estaba sola... no lo estaba.
Pero el árbol tenía otros planes.
Desde el interior del tronco, se abrió una grieta. Una boca sin labios, una herida viva. De ella emergió un ojo, gigante y pulsante, que la miró. No como se mira a una persona. Sino como un dios antiguo observa a su próxima ofrenda. Y fue entonces cuando comenzó a hablarle.
— Alina…— Una voz suave, como la de una madre cariñosa, pero con el eco de algo muerto y podrido — Tanto dolor... ¿por qué sigues luchando?
Las ramas descendieron, rozando su rostro, su cabello. Una le acarició la mejilla con ternura, dejando una línea rojiza donde la piel se había abierto apenas. Alina no gritó. Solo cerró los ojos y se sumergió en su interior. Y del otro lado de la niebla...
Aurelian estaba arrodillado, el rostro cubierto de sudor y lágrimas, mientras la risa de su madre seguía envolviéndolo como un lazo envenenado.
— Mírate, Aurelian,— susurraba Lyra, caminando en círculo alrededor de él. Sus pasos no hacían sonido alguno, como si flotara. Su vestido se agitaba como humo, y sus ojos brillaban con la maldad del abandono. — Elegiste la luz... y mira dónde te trajo.
Aurelian alzó la vista. Tenía los puños cerrados con tanta fuerza que sus uñas le habían rasgado las palmas. El árbol se erguía no muy lejos. Podía verlo. Podía verla.
Alina, atrapada, sufriendo.
Y él, sin poder ayudarla. Una ola de impotencia le subió por la garganta como un vómito amargo. Su madre tenía razón. Había intentado ser libre. Había creído que amar bastaba. Había pensado que su magia blanca sería suficiente.
— No fue suficiente....— pensó —No pude protegerla...
Pero luego algo dentro de él cambió. El árbol no la había absorbido. Todavía no. Ella aún luchaba. Y si ella luchaba, él no podía permitirse quebrarse. Se levantó. No con un grito. No con furia. Sino con una calma escalofriante, con los ojos llenos de decisión.
— Calla, Lyra.
Su voz era baja, pero tenía el peso de mil inviernos. Lyra se detuvo, y su sonrisa se torció.
— ¿Cómo me has dicho?
— He dicho que te calles.
Aurelian avanzó, la luz comenzando a emanar de su cuerpo. No una luz brillante como la que había usado antes. Esta era más tenue. Más densa. Como una estrella vieja que arde por dentro sin explotar.
—Tu voz fue la primera que aprendí a temer. Tus manos fueron las primeras que me ataron. Tus ojos, los primeros que me mintieron. Pero ya no me controlas.
Lyra retrocedió un paso, casi imperceptible, como si algo ancestral dentro de ella hubiese sentido la presencia de un poder que no esperaba. El verdadero poder de su hijo. No el que ella le enseñó, sino el que él había cultivado por sí mismo.
Aurelian alzó las manos. Sus palmas sangraban. Las mostró como una ofrenda, como símbolo de su humanidad y su resistencia.
— Voy a salvarlas, madre. Y tú no podrás detenerme.
La niebla pareció rugir, como una bestia herida, cambiando de dirección, empujando a Lyra hacia atrás. Y el árbol...
El árbol sintió algo diferente. Las lianas que sostenían a Alina se tensaron, como si tuvieran miedo. Los rostros de los niños en las ramas comenzaron a moverse, pero ya no gritando, sino susurrando palabras desconocidas, como si un ritual estuviera iniciándose.
Alina abrió los ojos, y por primera vez, no sintió miedo. Aurelian estaba allí. Y él venía por ella.