Circo

Capitulo 1

El sol de la mañana se filtraba a través de las vidrieras de la Capilla de San Elías, tiñendo el suelo de piedra con patrones caleidoscópicos de azul y rojo. La luz apenas alcanzaba a iluminar la austera belleza del lugar, donde el aire olía a incienso rancio y a cera quemada. Este era el mundo de Noah, un joven noble de veinte años cuyo destino estaba irrevocablemente ligado a la tierra y a la espada, y el de Lilliet, la hija del Barón, cuya gracia era tan celebrada en el Condado de Valois como la fertilidad de sus campos.

Noah, con su porte serio y sus hombros anchos, había crecido sabiendo que su vida sería una serie de alianzas estratégicas. No obstante, al mirar a Lilliet, sentada a su lado durante la misa dominical, sentía algo que trascendía los tratados de propiedad: una calidez sencilla y profunda que le hacía desear el atardecer, no la guerra. Sus manos se rozaban a menudo, y en esos breves contactos, se cifraba todo el futuro que planeaban: una vida tranquila, hijos, y la gestión de sus propiedades, lejos del bullicio de la corte real. El anuncio de su compromiso era inminente; solo faltaba la bendición final del Arzobispo.

Pero había otra sombra en la Capilla, más fría y persistente que el invierno.

El Padre Elías, un hombre de mediana edad, alto y de ojos penetrantes, era el confesor de la familia de Lilliet y un devoto de la Iglesia. Su piedad era legendaria, pero bajo su sotana y su fervor, albergaba una pasión que solo se atrevía a confesar en la soledad de su celda. Elías se había enamorado de Lilliet con la intensidad peligrosa de un hombre que ha negado sus sentimientos durante demasiado tiempo. Para él, Lilliet no era solo una mujer; era la encarnación de la pureza y la belleza que creía que Dios le había negado.

Cada vez que Lilliet se acercaba al confesionario, sus palabras eran como flechas que le perforaban el corazón. Él la escuchaba hablar de Noah con una alegría tan inocente que la negación se le hacía insoportable.

—Padre, Noah es bueno y honesto. Siento que Dios ha dispuesto este matrimonio para la felicidad de mi alma —le había dicho Lilliet la semana anterior.

Elías había apretado la cruz de madera que colgaba de su cuello hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Noah era el demonio que le arrebataría su única razón de vivir, el obstáculo mundano entre él y la santidad terrenal que había proyectado en Lilliet. No importaba que fuera un noble respetable; para Elías, era un pecador que robaba lo que él merecía por su devoción.

Cuando la noticia del compromiso oficial llegó a la casa parroquial, Elías sintió que el mundo se le venía encima. La noche de la víspera de la ceremonia, el clérigo tomó una decisión funesta, impulsado por una mezcla tóxica de celos religiosos y amor prohibido. Noah no podía tenerla. Si él no podía guiar su alma, nadie lo haría.

La noche era oscura y húmeda. Noah había ido a la herrería del pueblo para recoger una daga ceremonial que usaría en la boda. Elías lo siguió, ocultándose entre las sombras de las casas de adobe, sintiendo que un fuego frío le recorría las venas. Llevaba consigo un viejo cuchillo de caza que había guardado de sus días de juventud, un objeto impío, pero necesario para el propósito que justificaba en nombre de su amor y su Dios.

Esperó a Noah junto al callejón lateral de la herrería. Cuando la figura de Noah apareció, envuelta en una capa oscura, Elías saltó de la sombra, levantando el cuchillo con un grito sofocado.

Pero el destino, o una fuerza más oscura, intervino.

Lilliet, incapaz de dormir por la emoción, había decidido ir al encuentro de Noah para darle un pequeño amuleto que había bordado. Ella giró la esquina del callejón justo en el instante en que Elías lanzó su golpe, buscando el corazón de Noah.

Noah vio a Elías en el último segundo. En un reflejo defensivo, empujó a la persona que estaba más cerca de él para apartarla de la trayectoria del arma.

Esa persona fue Lilliet.

Elías vio un destello blanco en lugar de la capa oscura, y sintió cómo la punta del cuchillo se hundía en algo blando y cálido. El sonido del golpe fue ahogado por el silencio repentino de la noche.

Lilliet cayó a los pies de Noah, el amuleto de hilo blanco cayendo de su mano. La sangre brotó rápidamente, empapando el vestido que usaría al día siguiente.

—¡Lilliet!— gritó Noah, arrodillándose desesperado, sosteniendo el cuerpo inerte de su prometida. Su rostro, bañado por la luz mortecina de una linterna, reflejaba horror y un dolor indescriptible.

Elías se quedó paralizado, el cuchillo cayendo de su mano. No era Noah. Había fallado en su objetivo, pero había triunfado en su terrible venganza. La visión de Lilliet, muerta por su mano, no le trajo remordimiento, sino una rabia final y desesperada hacia el hombre que seguía con vida.

Noah levantó la vista, sus ojos fijos en el sacerdote.

–Tú...— susurró Noah, incapaz de articular el nombre del horror.

Elías, con el rostro distorsionado por la locura y el fanatismo, se inclinó sobre ellos, sin importarle la sangre que manchaba su sotana. La Iglesia lo había traicionado al no entender su amor, y ahora, el destino lo había traicionado al robarle la satisfacción de matar a su rival. Solo le quedaba una cosa: asegurar que la felicidad nunca llegara a ese hombre.

Levantando su mano temblorosa al cielo, sobre el cuerpo de Lilliet, Elías pronunció la maldición con la voz rasposa de un condenado.

—¡Escucha, Noah! Pido a Dios y a los demonios, a los cielos y a los abismos, que te condenen a un tormento sin fin! Tómala, llórala, pero jamás vuelvas a poseerla en paz. En cada vida que vuelvas a pisar esta tierra, te reunirás con ella, la amarás con un amor que te quemará el alma, pero por mi celo y por este crimen, yo te maldigo: ¡Nunca, en ninguna de tus reencarnaciones, lograrán ustedes dos terminar juntos! Siempre habrá un final trágico, una separación amarga o un destino cruel que los separe, hasta que sus almas sean polvo y olvido!




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