Capítulo 1:
Cascarón
El pasado puede ser tormentoso,
cuando no sabe quién es.
Selt Riquelme
El pasado, para algunos, son hechos que van careciendo de importancia a medida que el tiempo trascurre, mucho se olvida y poco es lo que se recuerda con certeza, un mal que me aqueja. He vivido mucho y nada a la vez, los recuerdos con mayor valor, esos que marcan para siempre son el combustible o detonante, quizás ni siquiera es eso, las reglas del destino fueron forzadas a cambiar, y aquí estoy, envuelto en una historia que ha sido forzada a repetirse una y otra vez.
¿Quién soy?, no es importante. Lo que sí, conocerla a ella, o quien ella cree que es.
Ser lo que soy ahora me permite ver cosas que otros no, y estar donde desee estar. Pero solo vale la pena estar en donde ella se encuentre. Se ve tan indefensa cuando duerme que por segundos pienso que no es la misma chica que he conocido. Pero entonces el pasado, vuelve sin ser invitado, y su propia realidad está grabada en una red de recuerdos, ungido en sangre y traición.
La oscuridad se cierne con afiladas garras sobre su piel. Se agita inquieta entre las sábanas. Le falta el aliento y el miedo punza en su pecho, a medida que avanza por el corredor rocoso estrecho y deforme, un laberinto que arrasa con su cordura y paciencia. Se agota el tiempo, lo sabe, las alas de la muerte se agitan a su espalda.
—¿Dónde están? —gruñe, su voz rebota entre los pasillos, demasiado oscuros para orientarse y continuar. Su nariz se encrespa, hunde las uñas en las palmas hasta sentir dolor.
—Vamos. No te detengas —conoce a quien pertenece la voz, confía en el hombre que pasa a su lado.
—Hay luz por allí —otra voz masculina. Dos acompañantes sin rostros que comparten el mismo frenesí y temor que ella.
Va tras ellos, una salpicadura de esperanza impulsa sus pasos. Una abertura da la bienvenida a una caverna amplia, iluminada y decorada con sangre. Un río de vida esparcido por el suelo, cuatro cuerpos sin vida…
—NOOOOOOOO…
Abre los ojos sacudiendo los fragmentos del mal sueño, se acomoda en la orilla de la cama con la respiración entre cortada y el corazón latiéndole como el retumbar de tambores. Agotada y cubierta de sudor intenta recuperar el control de sus emociones. Un sueño, una pesadilla o quizás, trozos de una antigua vida.
Un golpe en la puerta la sobresalta.
—¿Te encuentras bien, cariño? —su madre ingresa sin esperar invitación, evalúa con un derrape salvaje de sus ojos violetas a la joven pálida y agitada por la última pesadilla—. Te oí gritar.
—Sí… solo… solo fue una pesadilla. Estaré bien —su voz tiembla, no es convincente ni para sí misma.
Se levanta de la cama, tiene que alzar la mirada para ver a la cara a su madre. Es una réplica de su progenitora, con casi diecisiete años.
—Me alistaré —se dirige al baño.
—Si quieres puedo hablar al colegio para…
—No es necesario, mamá, solo fue una pesadilla, estoy bien —miente. Se mueve rápido hasta la puerta del baño, antes de que su madre pueda protestar, y cierra.
Se deja caer al suelo, no puede recordar. Sabe quién es esa mujer del otro lado de la habitación porque ella misma se lo ha dicho, mas, no puede evocar ninguna memoria que lo certifique. Su mente no logra organizar nada de lo que su madre le dice. No tiene ni idea de quién era antes del accidente en auto.
Estuvo inconsciente durante una semana. Despertó en una habitación de hospital, sin reconocer a las personas que estaban a su alrededor, y sin la remota de idea de su propia existencia. Vacía como un cascarón. No hay cambios hasta el momento.
—Vale, el desayuno está listo. Y, date prisa se nos hace tarde —anuncia su madre.
Seca las lágrimas de sus ojos antes de que enrojezcan.
«Vivir sin saber quién soy, es como caminar a ciegas. Lo odio».
Por momentos me da pesar verla de esa manera, pero en otros me satisface su sufrimiento.
El sonido del grafito rasgando las hojas es lo único que se escucha en el aula de casi veinte estudiantes, cada vez más cerca de la adultez. Un último año que exprime sus conocimientos al máximo, pocos meses para que otros sean los que ocupen sus lugares y alcen el vuelo hacia nuevas aventuras en la vida universitaria.
De momento, la profesora Magaly hace su mayor esfuerzo por complicarle los dos meses de clase en su materia. Cada vez las evaluaciones son más sorpresivas e inesperadas. Controla con ojo de halcón cualquier movimiento fuera de lugar que no sea mantener el lápiz en movimiento y el rostro enterrado en la hoja de examen.
Camila observa la hoja unos segundos, juega con el lápiz entre sus dedos. Acción que realiza cada vez que la fragilidad de su mente la abruma. Como una ligera desconexión entre la realidad y los recuerdos, se recupera con un estremecimiento y continua.
Un golpe en el escritorio anuncia que el tiempo se agota. Murmullos de quejas se esparcen un segundo y al siguiente son silenciados por la severidad que aploma la profesora.
Me mantengo en una esquina, un observador que no puede ser detectado por un ojo ordinario, quizás por una afilada intuición, pero no hay nadie aquí que pueda devolverme la mirada con certeza. Sentir inquietud, es posible, no más que eso.
—Listo. Entreguen —el tacón de su calzado, canta una sinfonía determinante mientras avanza por el pasillo retirando las pruebas. Cada alumno se pone erguido, algunos tranquilos, confiados; otros, resignados y abatidos—. Pueden ir saliendo.