-- Gales del Sur. 17 de octubre de 1962 --
—Ayize, ¿qué es lo que miras?
El hombre se permitió una sonrisa. Atrás habían quedado los tiempos en que se le llamaba Paskirties Vieta, la mayor de las deidades que regían el universo: el Destino.
—Dime, ¿el atardecer es hermoso? —preguntó.
El muchacho que le acompañaba miró al horizonte, donde la silueta de un castillo se recortaba contra la luz del crepúsculo.
—El sol se oculta con rapidez —dijo—, arrojando destellos naranjas y púrpuras por doquier. Es un atardecer particularmente hermoso.
Los ojos ciegos de Ayize resplandecieron con la luz, y el hombre se permitió una sonrisa.
—Jamás vi un atardecer —dijo con un suspiro—. Por ver demasiado hacia adelante, ya no puedo mirar nada más. Es el precio que hay que pagar por querer abarcar más de lo que uno es.
Los dos hombres se sumieron en un quieto silencio. Ayize cerró los ojos y dijo de repente:
—La impulsividad de Chaosas nos obligó a crear algo que no debió ser, para evitar el acceso a algo que no debió pasar. El inframundo jamás debió ser creado, y ahora nuestra descendencia está sumida en una guerra movida por la avaricia. Los reinos llevan demasiados años en guerra, pero eso está por terminar.
—¿Cómo puede ser?
Ayize señaló al castillo y vaticinó:
—Aquel destinado a unirlo está por nacer.
*****
Dentro del castillo, en una de las habitaciones, una mujer estaba por dar a luz. Había entrado en trabajo de parto horas antes y la doncella que le acompañaba salió a buscar ayuda, volviendo poco después con la partera y una de sus ayudantes.
Fuera de la misma, el señor del lugar esperaba. Todo debía salir según lo planeado, no debía haber ningún contratiempo; al cabo de un rato la partera salió de la habitación junto a su ayudante, el hombre pudo notar que la partera estaba tensa y la ayudante trataba de mantenerse calmada a pesar de estar al borde de una crisis nerviosa.
—Fue un bebé sano —dijo la partera, y le hizo una seña a su ayudante para que se fuera.
El hombre esperó un momento y luego entró a la habitación. Parpadeó varias veces de la sorpresa para asimilar lo que veía en el lecho: un cadáver momificado sostenía en brazos a un bebé dormido. Un pequeño en el regazo de su madre muerta.
Un infante que, tarde o temprano, sería digno de ser su heredero.
*****
En Lurra, el mundo terrenal, Luther Spector era un magnate dedicado al transporte de mercancía, un empresario exitoso y un devoto padre que cuidaba de su hijo Reese desde el trágico deceso de su esposa Beth. La realidad, sin embargo, era muy distinta: Luther era el sanguinario señor de la muerte, el gobernante del reino de Heriotza; cuya familia había sido designada para regentarlo por su creador, la Muerte misma, y Reese estaba destinado a tomar su lugar cuando fuera el momento indicado.
Ajeno a los deseos de su padre, el pequeño pensaba en ir más allá del reino de la muerte: él pensaba en dominar el inframundo entero, que se encontraba en guerra desde antes que naciera, y con eso en mente estudiaba cuanto podía sobre los demás reinos. Lurra, el reino de la Vida, no le interesaba en absoluto al ser un reino regido únicamente por humanos sobre los que no tenía jurisdicción hasta el momento de su muerte, por ello dedicaba su tiempo libre en conocer a fondo los demás reinos; iniciando por el reino del caos, Kaosa, donde residía todo aquello con potencial destructivo. En Oinarrizko, el reino elemental, se reunían las fuerzas de la naturaleza; Helmuga era el hogar de adivinos y clarividentes y bajo éste se encontraba Infernua, el infierno.
Su futuro reino, Heriotza, estaba situado bajo Infernua y sobre Limbo, el último reino, a donde iban las almas errantes y donde se encontraba la entrada a los diversos paraísos. “Sería fantástico si pudiera tener jurisdicción sobre ellos”, pensaba. Así no solo tendría bajo su control el momento final de los humanos sino también su destino en el más allá. No solo contaría con las armas de la muerte para lo que quisiera, podría convocar a los elementos o a las fuerzas destructoras del caos. Podría contar con legiones de demonios cuando quisiera. ¿Por qué conformarse con ser señor de la muerte cuando todo el inframundo podía estar a sus pies?
Ese era su sueño, su máxima ambición.
Su padre, por otro lado, veía las cosas de manera diferente: cada quien debía ceñirse a lo que le correspondía y no interferir en las acciones de otros, por eso había estallado la guerra. Y por eso cualquiera que se atreviera a poner un pie en su reino con la intención de conquistarlo se merecía el peor de los suplicios.
—Es un punto bastante pacifista para alguien que masacra a sus enemigos como mejor le parece —dijo Reese la única vez que se había atrevido a cuestionar a su padre al respecto.
Había pasado poco tiempo de su doceavo cumpleaños, el cual pasó sin pena ni gloria. Para todo aquel que lo conociera, Reese Spector era un buscapleitos arisco y hostil que adoraba meterse en problemas y lo mejor era mantener distancia de él; no tenía amigos por su carácter temperamental, por lo que era un chico solitario. Para mantenerlo ocupado, su padre jugaba todas las tardes con él diversos juegos de estrategia con el objetivo de afinar sus aptitudes, siendo el ajedrez su juego predilecto.
—La muerte suele ser pacifista con las almas que lo merecen, hijo mío —replicó Luther moviendo uno de sus peones—. Aquellos que se atreven a desafiarla son los que pagan con sufrimiento su osadía.
—Es una completa estupidez —replicó el chico.
Reese sonrió moviendo uno de sus peones en diagonal, comiéndose la pieza de su padre.
—Al contrario —dijo Luther observando el tablero—. Es una forma muy útil de ver las cosas. La ambición no te permite ver el panorama completo.