Sachi se adentró en la multitud que avanzaba por las calles de Wall Street. Su andar resuelto hacía parecer que pertenecía a la ajetreada rutina del lugar, por lo que nadie se fijó en ella y siguió su camino sin ser molestada hasta llegar a una parte menos concurrida; al cabo de un rato un zorro en apariencia normal apareció trotando a su lado.
—¿Qué haces aquí, Sekai? —preguntó la chica—. La ciudad es peligrosa para los animales.
Ambos avanzaron juntos unas cuantas calles y entonces Sachi hizo un gesto con la mano, añadiendo:
—En especial para animales como tú.
La mujer dirigió los ojos hacia un punto en específico y cruzó la calle; el zorro paró como si quisiera cruzar la acera ante las miradas de extrañeza de los transeúntes, notando a un par de sujetos sospechosos para después seguir su camino como si nada. Tal como esperaba, los tipos lo siguieron hasta un callejón; en donde desplegó sus ocho colas antes de cambiar su apariencia, transformándose en un muchacho de cabello rojizo alborotado y ojos amarillentos, de semblante pálido y enfermizo que extrañamente irradiaba buena salud. Usaba un pantalón de vestir negro, una camisa blanca y una gabardina negra y larga que le quedaba holgada.
Los perseguidores, dos hombres enmascarados, lo miraron con sorpresa; pero antes de que pudieran hacer un solo movimiento, el joven se abalanzó sobre ellos haciendo uso de una alabarda con la que le cercenó la cabeza a uno, ocasionando que el otro retrocediera violentamente por la sorpresa. Un segundo después, el hombre desenfundó una pistola y apuntó al chico, que esquivó las balas con agilidad y dirigió la alabarda a los pies de su atacante, cercenándolos.
Aullando de dolor, el hombre dijo:
—Ella nos mintió. ¡Aseguró que sería fácil!
—¿Quién? —preguntó Sekai apoyando la punta del arma en el pecho de su oponente aunque intuía la respuesta.
—La dama de las aguas —respondió el hombre.
Sin decir nada, el muchacho atravesó el pecho del sujeto y le quitó la máscara revelando un rostro hinchado. Era alguien que había muerto en el mar, y una furia intensa se apoderó del kitsune mientras desvanecía su arma y corría atravesando la ciudad hasta llegar al puerto, ante la mirada atónita de las personas que se encontraban allí, se lanzó a las frías aguas del océano con la intención de llegar al fondo, hasta la morada donde ella residía.
Y mientras él bajaba, sus memorias resurgían.
-- Año 1877 --
Como uno de los protegidos de la diosa solar Amaterasu, Sekai vivía en sus dominios situados en la Alta Llanura Celeste. Sus días eran pacíficos y rutinarios, dedicados a los deberes del palacio y a repartir la buena fortuna. Los tiempos en los que la violencia había formado parte de su vida habían quedado atrás, y deseando permanecer así había hecho un voto de no violencia; resolviendo los conflictos que se le presentaban por medios pacíficos.
Ese día, sin embargo, las cosas serían muy distintas.
Una pesada opresión cayó sobre los presentes, como un mal presentimiento sobre lo que estaba por suceder, y el nerviosismo se apoderó de todos ellos. Entonces, uno por uno, aparecieron soldados de rostros hinchados liderados por una mujer de cabello negro, cuyo semblante pálido y enfermizo mostraba buena salud.
—Hay que ir al palacio —dijo Sekai—. Debemos guarecernos allí.
Debido a que las doncellas de Amaterasu eran de naturaleza tranquila, nadie tenía nociones de combate a excepción del propio Sekai, que solía practicar las artes marciales como un mero ejercicio, por lo que su única opción viable era protegerse tras los muros del castillo que era su hogar. Los soldados ahogados se dirigieron hacia los sirvientes y las doncellas, quienes echaron a correr para refugiarse en un lugar seguro.
—¡Atrápenlos a todos! —exclamó la mujer que los guiaba—. ¡Que ninguno quede vivo!
Sekai iba de un lado a otro, usando sus poderes para defender a sus compañeros y éstos pudieran escapar. Una de las doncellas había quedado a merced de la líder atacante y el kitsune se dirigió hacia ella tomando su forma humana, interponiéndose entre ambas.
—Ya basta —dijo—. Ritsu, te lo pido, detén esta locura.
—No hay nada que puedas hacer para evitar esto —dijo Ritsu.
La mujer hizo aparecer una lanza, con la que atacó al joven, y éste se limitó a esquivar sus ataques mientras la doncella huía. No podía atacar directamente, de modo que actuaba como distracción para que los demás pudieran ponerse a salvo.
—¡Anda, pelea! —demandó Ritsu.
—Hermana… —musitó Sekai, a lo que Ritsu replicó:
—Tú no eres mi hermano.
Y lanzando un ataque con su arma, Ritsu hirió a Sekai en el pecho. En ese momento se escuchó un grito y el muchacho volteó justo para ver como la persona que intentaba proteger era asesinada por uno de los soldados: fue en ese instante que Sekai atacó sin pensar arremetiendo contra su hermana atacándola con la alabarda hasta que ella desapareció, movido por la rabia, Sekai estuvo a puinto de ir a buscarla cuando una voz a sus espaldas lo detuvo.
—Sekai…
El joven volteó con el arma en la mano y vio a Amaterasu. La diosa lo miraba con horror y decepción a partes iguales, con lo que el kitsune cayó en cuenta de lo que había hecho: al atacar a su hermana del modo en que lo hizo, había quebrantado su voto y lo había hecho frente a la persona que le tendió la mano cuando más lo necesitó.
Sekai dejó caer la alabarda y cayó de rodillas ante Amaterasu, sollozando.
—Lo lamento —dijo—. No debí…
Todo era culpa de su hermana. Iba a hacer de todo para arrastrarlo con ella, ahora lo sabía, y solo había una forma de resarcir el daño que había hecho al faltar a su voto.
—Voy a detener a Ritsu sin importar cuánto me tome —dijo.
La diosa lo miró con pena y dijo:
—Tu hermana ha torcido tres destinos con sus acciones. Si decides honrar esa promesa no podrás volver aquí hasta que la cumplas.
—Lo entiendo —dijo Sekai.