Círculo de venganza

Interludio IV: La refugiada de la tempestad

Priestavarimas. Ese era su nombre, y simbolizaba la contradicción de la muerte creando vida; de la vida acogiendo a la muerte.

Ritsu miró al horizonte, donde las aguas parecían fusionarse con el cielo y suspiró pesadamente. Ver a Sekai después de casi dos siglos le había descolocado emocionalmente más de lo que estaba dispuesta a admitir… pese a su firme deseo de verlo fenecer. Todavía le costaba soltarse del molesto sentimiento de proteger a la única familia que le quedaba. La chica sacudió la cabeza y se zambulló en las tranquilas aguas del océano. Como le sucedía siempre que descendía, su mente le hizo rememorar los recuerdos de lo sucedido, comenzando con aquella frase que significó el inicio de su tormento:

“Hagan lo que quieran, pero tiene que terminar muerta”.

Lo último que alcanzó a ver fue al sujeto de la máscara tomar del cuello a Sekai, mientras se alejaba empujada por aquellos hombres que los habían perseguido. La preocupación por el zorro se desvaneció en el instante que su propia tortura comenzó, su pequeño cuerpo fue herido y ultrajado tanto como pudo soportar hasta que la misericordia de la muerte le fue concedida.

En un principio creyó estar en el paraíso. Una luminosa pradera se extendió frente a sus ojos y un sentimiento de paz la inundó; pero se dio cuenta de que nada de eso era real sino que se trataba de sus propios recuerdos, memorias selladas de su vida anterior, la cual había sido mejor a la que tenía en este momento y que ahora volvían a la luz, al tiempo que ella misma volvía a la vida ante las expresiones de horror de sus asesinos, que la miraban como si fuera una abominación.

—Es… ¡es un monstruo! —exclamó uno de ellos.
—Es la hija de una bruja, no es para menos —dijo otro con desprecio.

Los hombres intentaron asesinarla una y otra vez, sin tener éxito, hasta que uno de ellos sugirió venderla como fenómeno de circo, pasando de sitio en sitio y donde viviría aquello que la cambió para siempre.

-- Año 1418 --

El viciado aire de la carpa se llenó con el sonido del látigo golpeando su carne y los acostumbrados gritos para despertarla.

—¡Arriba, fenómeno! No estás aquí para dormir.

Ritsu trató de cubrirse del látigo alzando sus lacerados brazos, lo que provocó que el dueño del circo la golpeara con mayor encono para después jalarla del brazo con brusquedad.

—Ve a tu lugar, perra asquerosa.

El hombre salió con la chica a rastras y la metió en una jaula a la intemperie, cerrando ésta con un candado, y miró al cielo con preocupación. Desde el inicio del día, las nubes cubrían todo rastro de sol amenazando con lluvia, y de seguir así la gente no aparecería por allí; nadie quiere mojarse mientras mira fenómenos pudiendo quedarse en casa.

—Oye —dijo otro hombre apareciendo de improviso—. Te he dicho muchas veces que no maltrates la mercancía.
—¿Te refieres a ella? —inquirió el dueño señalando a Ritsu—. Te lo he dicho: ella es mía y no la voy a vender. Morirá a causa de mi látigo antes de que la vendas.
—Pues ya la vendí. No puedo tener mercancía parada solo porque se te da la gana.

Los dos hombres comenzaron a discutir mientras Ritsu los escuchaba horrorizada. Para ellos, las vidas de los otros no valían más allá de la ganancia que pudieran obtener, no tenían respeto por la autonomía ni la libertad de los demás. Eran mezquinos, todos los humanos lo eran: ellos dos, los que la habían asesinado, que habían matado a la mujer que la crió como su hija, quienes iban a verla por morbo, para congratularse de tener una vida mejor o por simple lástima. Todos eran iguales.

Así qué, ¿por qué debía ser compasiva?

Comenzó a llover, y al poco tiempo el cielo se llenó de estática que fue descargada en forma de rayos hacia la tierra, uno de éstos impactó en la jaula de la muchacha rompiendo el candado, con lo cual ella pudo salir de allí, sin embargo fue descubierta por sus captores; quienes de inmediato intentaron atraparla nuevamente antes de que escapara. Fue entonces que de su costado izquierdo emergió un tentáculo con el que apresó del cuello al dueño del circo.

—¡Suéltalo! —exclamó el otro sujeto, acercándose. Un segundo tentáculo emergió del costado derecho de la chica atrapándolo por el torso y lanzando a ambos hombres por los aires.

Tras hacer esto, salió corriendo. Más que correr, lo que hacía era deslizarse por el suelo poniendo la mayor distancia posible del lugar que fue su horrible prisión, deseando alejarse de todo y dejar de lado a esa humanidad tan terrible que solo sabía destruir todo cuanto tocaba. A pesar de eso, su madre los amaba y su padre atesoraba a cada alma humana que llegaba a sus dominios con una devoción que ninguno de ellos merecía. Los humanos eran seres crueles que no merecían nada más que sufrimiento.

De repente, Ritsu tropezó con una raíz que sobresalía de la superficie y cayó frente a un hombre de aspecto temible y porte ostentoso que se agachó para quedar a su altura.

—Sé lo que deseas, pequeña niña —dijo—. Has visto la mezquindad humana y deseas castigarla. Has visto su crueldad y deseas erradicarla. Yo puedo ayudarte.
—¿Quién eres tú? —preguntó Ritsu.
—Mi nombre es Susanoo, y soy el dios de las tormentas. Ven conmigo y te daré el poder para cumplir tu deseo.

Tras decir esto, Susanoo extendió una mano y, luego de unos minutos, Ritsu la tomó. Ambos se pusieron de pie; el dios llevó consigo a la muchacha guiándola al mar, donde se encontraban sus dominios. El dios entró al agua, soltando a Ritsu, pero antes de que ella pudiera entrar escuchó a alguien gritar su nombre.

—¡Ritsu!

La muchacha se volteó, encontrándose con un kitsune de tres colas. A pesar de que no lo había visto antes, sabía que se trataba de su hermano.

—Sekai —susurró.

El kitsune corrió llegando hasta ella y se transformó en un chico de ropas blancas y cabello rojizo, que le sonrió. Sekai extendió la mano y le dijo:



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En el texto hay: misterio, sobrenatural, venganza

Editado: 04.01.2024

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