La noche había caído, dando inicio a la vida nocturna de la ciudad.
—Me gusta la noche —dijo Tatsu mirando por la ventana—. La oscuridad te da una privacidad envidiable para hacer cualquier cosa. ¿No lo crees?
El nigromante sonrió, deleitándose con la vista del cielo nocturno. Detrás de él, Reijiro lo observaba con dureza, mientras esperaba a que se dignara en decirle por qué lo había mandado llamar, así fuera solo para restregarle en la cara que era su esclavo, quería oírlo de su boca. Al cabo de un rato, Tatsu volteó hacia Reijiro y le dijo:
—Voy a bajar. Vigila los alrededores, no quiero que nadie me moleste.
—Entendido —dijo Reijiro dirigiéndose a la puerta.
Tatsu lo observó por un momento y justo cuando estuvo a punto de salir llamó:
—Reijiro.
—¿Sí? —replicó él, deteniéndose.
—Tú también tienes prohibido molestarme.
Reijiro volteó a verlo, y Tatsu sonrió con dulzura. Ambos se midieron con la mirada hasta que el pelinegro bajó la mirada con resignación.
—Ya lo sé —replicó Reijiro con acritud y salió.
—Es increíble que siga siendo tan iluso —dijo Tatsu, y bajó al sótano.
Pero en realidad iba a descender más abajo.
Tatsu aseguró la puerta del sótano por precaución y se recostó sobre la mesa de aluminio. Sintió escalofríos al tener contacto con el frío metal pero no le dio importancia; no necesitaba estar precisamente cómodo para ayudarse a ordenar sus pensamientos, y contempló el techo unos minutos antes de cerrar los ojos, respirando con calma hasta alcanzar un estado de total relajación.
Desconectarse de su cuerpo siempre había sido sencillo para él, de modo que cuando abrió los ojos se encontró en el rojizo reino al que tenía acceso desde que era un adolescente. Tatsu miró alrededor y después anduvo un rato recorriendo el lugar, aunque no iba a haber nada nuevo que ver; no le gustaba quedarse quieto en un solo lugar. A lo lejos pudo distinguir una forma vaga que se iba acercando y se detuvo, esperando a que ella se aproximara. La voz de barítono sonó en su cabeza antes de que la figura detuviera su andar frente a él.
—Atrás quedaron los tiempos en que mi sola presencia te asustaba, nigromante —dijo.
—He venido tantas veces que al final me acostumbré —repuso Tatsu con una sonrisa.
Su respuesta pareció complacer a la forma frente a él, que dejó escapar una risa escalofriante antes de extender un brazo, atrayendo hacia la palma de su mano una considerable cantidad de arena, y la manipuló para crear un castillo.
—Has llegado muy lejos en el camino que elegiste —dijo—. Y si escuchas mis palabras, llegarás aún más lejos. Mira esto.
Tatsu fijó la mirada en el castillo de arena. Era una construcción señorial de siete pisos, la cual se encontraba sujeta por seis pilares atravesados con diversas grietas. Estuvo tentado a preguntar qué era exactamente lo que quería decirle, pero había aprendido que con ella las cosas no funcionaban así: el mensaje de sus palabras se ocultaba detrás de un velo de alegorías que él debía desvelar para llegar al fondo del asunto.
—Seis pilares sostienen todo un reino —dijo la voz de barítono—, tan unidos entre sí que si uno cae…
La figura deshizo uno de los pilares, lo que provocó que los otros se rompieran por el peso de la construcción, la cual también se desmoronó.
—… los demás caerán con él.
—Un reino con siete demarcaciones… —reflexionó Tatsu, expresar sus razonamientos en voz alta le ayudaba—. Sostenido por seis reyes. ¿Es eso posible?
—Tú lo has presenciado recientemente.
Con esas palabras Tatsu comprendió de golpe lo que quería decirle. ¿Cómo no lo había pensado antes? Eso explicaba el deterioro de las columnas que sostenían la construcción. Por eso el castillo era tan endeble: sus pilares se estaban resquebrajando volviéndose vulnerables, eran blancos fáciles.
—No es posible —dijo, cayendo en cuenta de lo que le estaba diciendo.
—Lo es. Este sitio va a colapsar.
La mente del nigromante vislumbró la nueva posibilidad antes de que la figura lo expresara en voz alta, una que estaría al alcance de su mano si jugaba bien sus cartas.
—Destruye los cimientos y el reino será tuyo.