Capítulo 9:
Regla número catorce: si vas a escalar una montaña con tu ex, asegúrate de que el arnés no sea lo único que te mantenga colgada de la cordura.
—Por favor, dime que esto es una broma —gruñí, mirando la mochila con equipo de alpinismo que me acababan de entregar.
La productora del experimento, sonriente como si me estuviera ofreciendo un masaje y no una sesión de tortura física, me explicó:
—Es la cita de confianza. Subirán juntos una montaña, deberán ayudarse mutuamente y superar los obstáculos como pareja.
Pareja.
La palabra me dio alergia instantánea.
Y para completar la pesadilla, a mi lado apareció él: Liam Hayes, con esa sonrisa tan descarada que ya debería venir con advertencia sanitaria.
—¿Lista para elevar nuestra relación a otro nivel? —dijo con burla.
—Si te caes, no pienso bajarte —respondí seca, ajustando el casco.
—Eso sonó a amenaza… o a promesa. —Su sonrisa creció, maldito encantador.
Tomé aire. No era el momento para caer en sus juegos.
Esto era trabajo. Profesionalismo.
Y, sobre todo, orgullo.
El camino hacia la montaña fue un desfile de sarcasmos.
Yo me adelantaba, fingiendo que no me afectaba su presencia, mientras él intentaba iniciar conversación cada tres minutos.
—Oye, ¿recuerdas cuando fuimos de excursión y casi quemamos el bosque?
—Sí —respondí sin mirarlo—. Lo recuerdo cada vez que huelo algo quemado, porque tú eres especialista en quemar cosas– Respondí con ironía.
—Qué bueno que al menos dejé huella.
—Más bien trauma —repliqué.
Él soltó una carcajada. Yo fingí no escucharlo.
Aun así, no podía evitar notar cómo el viento revolvía su cabello o cómo su mirada se mantenía en mí, como si buscara una grieta por donde entrar otra vez.
Subir la montaña fue una mezcla de cansancio, tensión y frases pasivo-agresivas.
Cada vez que él me ofrecía la mano, yo la rechazaba.
Cada vez que él me advertía de una piedra suelta, yo me tropezaba con otra.
Hasta que, inevitablemente… el karma hizo de las suyas.
—Emma, cuidado con el borde —dijo él, justo cuando yo giré para responderle algo sarcástico.
—¿Qué borde? —pregunté, girando en el peor momento posible.
El suelo cedió bajo mis pies.
Solté un grito ahogado y, antes de entender qué pasaba, sentí el tirón del arnés y el brazo de Liam sujetándome con fuerza.
—¡Te tengo! —gritó, tirando de mí hacia la roca.
Yo me aferré a él, respirando entrecortado, mientras el precipicio rugía debajo.
—¡Suelta! Me estás asfixiando —logró decir él.
—¡No pienso soltar! —grité con los ojos cerrados—. ¡Esto es culpa tuya!
—¿Cómo va a ser mi culpa si fuiste tú la que no vio el abismo?
—¡Porque me distraes con tus estupideces!
—Ah, claro, el abismo tiene la culpa de mi cara.
Aun colgando del arnés, discutíamos como siempre.
Hasta que, con un último impulso, logramos subir al borde y quedamos tumbados uno al lado del otro, jadeando.
—Casi muero —dije.
—Casi me dejas viudo —replicó él.
—No somos… —hice una pausa, mirándolo—. ¡Ni siquiera estamos juntos!
—Ya, pero admitámoslo, suena más dramático.
Rodé los ojos, pero no pude evitar reír.
Y él también lo hizo.
Por un momento, todo el enojo pareció disiparse entre las risas nerviosas y el sonido del viento.
Seguimos avanzando con más cuidado (y más silencio).
Hasta que el destino —otra vez, ese bromista cruel— decidió que fuera él quien tropezara esta vez.
—¡Liam! —grité cuando lo vi resbalar en una roca húmeda.
Él quedó colgando del arnés, intentando alcanzar la cuerda de apoyo.
—No te muevas —dije, gateando hacia él.
—¿Y qué hago? ¿Canto una canción de espera? —bromeó con voz temblorosa.
—¡Liam, no es gracioso!
Con esfuerzo, logré tirar de la cuerda y acercarlo hasta el borde. Cuando por fin logró subir, cayó sobre la hierba, respirando agitado.
—Bueno —dijo entre jadeos—, al menos ahora estamos a mano.
—Cállate —murmuré, pero esta vez sin enojo.
Nos miramos en silencio.
Había algo diferente en su mirada. No era burla, ni sarcasmo.
Era sinceridad. Dolor. Y algo más.
—Emma… déjame explicarte lo de aquella noche.
—No —respondí rápido, poniéndome de pie—. No quiero escucharte.
—Por favor —insistió—. No fue lo que tú viste.
Seguí caminando cuesta arriba, intentando ignorarlo.
El sendero se hacía más estrecho, y el viento soplaba fuerte.
—Emma, tienes que escucharme.
—No tengo que hacer nada. Solo quiero acabar con esta cita lo antes posible.
Y justo entonces, el suelo volvió a jugarnos una mala pasada.
Mi pie se torció, y estuve a punto de caer al vacío.
Liam me sujetó por la cintura, tirando de mí con fuerza.
Quedamos tan cerca que podía sentir su respiración rozándome la piel.
Sus ojos se encontraron con los míos.
Y el silencio lo dijo todo.
Intentó acercarse más. Yo lo detuve, empujándolo con una mano en el pecho.
—No —susurré.
—¿Qué tengo que hacer para que me creas? —gritó de pronto, con la voz quebrada.
Lo miré.
Y, sin querer, lo solté todo.
—Mi peor error fue confiar de nuevo en ti… ¡y también amarte! —dije, furiosa.
El eco de mis palabras quedó suspendido en el aire.
Yo misma me quedé helada.
Liam la miró, sorprendido, pero luego una sonrisa suave apareció en sus labios.
—Así que… aún me amas.
—Eso no fue lo que dije —balbuceé, retrocediendo.
—Eso fue exactamente lo que dijiste. —Avanzó hacia mí lentamente, como quien se acerca a un animal asustado.
—Liam, no te atrevas…
—Demasiado tarde. —Su voz se volvió un susurro.
Intenté apartarlo, pero mis manos ya no obedecían.
Y cuando sus labios rozaron los míos, sentí que todo —el enojo, el dolor, la rabia— se derrumbaba.
No lo planeé.
Editado: 23.11.2025