“A veces, el destino se esconde en los lugares más comunes, esperando el instante perfecto para sorprendernos.”
Este verano decidí hacer algo distinto: un curso de francés avanzado. Nunca había tomado algo así, y la idea de pasar horas estudiando con extraños me hacía sentir fuera de mi zona de confort.
Yo, Sophie Poms, estaba realmente nerviosa mientras caminaba hacia el instituto.
—No sé por qué me inscribí… probablemente para demostrarme que puedo con todo —me dije, apretando la correa de mi mochila como si fuera un salvavidas.
Al entrar al aula, el murmullo de los estudiantes se mezclaba con el aroma a libros nuevos y café recién hecho de la cafetería cercana. El calor del verano se colaba por las ventanas abiertas, y mi ansiedad hacía que me sudaran las palmas de las manos. Busqué un asiento libre y, para mi sorpresa, noté a alguien familiar: Mateo Acosta.
Genial… justo lo que me faltaba. Pensé que solo los nerds como yo veníamos a estos cursos. Una sensación extraña me revolvió el estómago.
Mateo es el mejor amigo de mi primo Alex, compañero de su equipo de baloncesto y, además, segundo capitán del equipo. Diecinueve años, un metro ochenta, cabello castaño rebelde y muy rebelde, añade su sonrisa confiada que parecía decir todo me sale bien. Tenía todo el aire del típico bad boy… y justo eso era lo que más me irritaba.
Alex siempre decía que Mateo tenía esa habilidad de caerle bien a cualquiera en menos de cinco minutos; algo que, a mí, sinceramente, me parecía más un arma de destrucción masiva que un don. Y claro, siendo Alex tan diferente —responsable, un poco serio y con ese sentido de protección hacia mí que a veces rozaba lo exagerado—, me preguntaba cómo podían ser mejores amigos.
Me senté lo más lejos posible, pero Mateo me descubrió enseguida y me lanzó una de esas sonrisas a medio lado que hacían tambalear mis certezas sobre él.
Durante las primeras clases traté de evadir su mirada y concentrarme en el profesor, pero en el receso apareció frente a mí con la misma seguridad de siempre.
—Oh, señorita Poms, qué gusto coincidir contigo en este curso de verano… serás una de mis motivaciones para no dejarlo a la mitad —me dijo, con esa sonrisa coqueta que tanto odiaba.
Por dentro me repetí: no te dejes llevar por la idea de estrangularlo. Así que solo lo miré con fastidio y respondí:
—Como si no supiera que estás aquí no solo para aprender otro idioma, sino que en realidad es tu estrategia de conquista para llegar a más chicas. Contrólate y mantente a diez metros de distancia, a menos que tengamos que hacer un trabajo en grupo.
Él alzó las manos en señal de paz, divertido.
—Hey, calma… solo vine en son de paz. Además, hay que cuidar a la familia, ¿no? Recuerda que soy el mejor amigo de tu primo.
Bufé y aparté la mirada, fingiendo indiferencia, aunque por dentro hervía de molestia. Alex solía advertirme en broma que, si me encontraba a Mateo cerca, debía tener cuidado de no caer en su “sonrisa trampa”. Ahora entendía perfectamente a qué se refería.
En ese momento lo supe: este curso de verano, que se suponía sería un reto académico, estaba a punto de convertirse en la prueba de paciencia más larga y agotadora de mi vida.
Después de la última conversación con Mateo, algo cambió. Él no dejaba de lanzarme esa sonrisa pícara cada vez que me veía, y yo no entendía por qué alteraba mi sistema nervioso. En solo una semana mi vida empezó a seguir un mismo patrón: primero el curso de francés y después la cafetería Punto y Coma, donde siempre termino ayudando a mis tíos.
El día en el instituto no fue diferente; practicamos unas pronunciaciones imposibles, reímos un poco de nuestros errores y, cuando la clase terminó, tomé mis cosas y me dirigí hacia la cafetería. Ya no lo pienso demasiado, es como si se hubiera vuelto parte inevitable de mis días.
Apenas entré, tomé mi libreta para atender las mesas y entonces lo vi: Mateo estaba sentado junto a la ventana, en la mesa con la mejor vista de la ciudad. Mi corazón dio un brinco sin razón aparente.
—¿Qué vas a ordenar? —pregunté, intentando sonar tranquila, aunque el temblor en mis manos me traicionó cuando sus ojos se encontraron con los míos.
Él levantó la vista y sonrió.
—Solo espero a Alex… pero tráeme un café helado, por favor.
—¿Con azúcar? —murmuré, mordiéndome el labio.
—Nada, así está perfecto… como la vista desde aquí.
Parpadeé, confundida, con el corazón acelerado. No entendía por qué sentía ese calor en mis mejillas, ni por qué parecía buscar cualquier excusa para hablarme desde que empezamos el curso. Recordé cómo se me acercó en clase a preguntarme por el libro de francés… o cómo ayer, en el pasillo, me ayudó a recoger mis cosas cuando me tropecé. Lo que más noté entonces fue su mirada fija en mí.
—V-voy a traer tu café —balbuceé, escapando hacia la barra.
Con manos un poco temblorosas, preparé lo que me pidió y se lo llevé.
—Gracias, Sophie… tu nombre es hermoso —dijo, dejándome sin palabras.
Bajé la mirada, carajos, estaba ruborizada. Entonces añadió en un susurro, en francés:
Editado: 20.10.2025