Al día siguiente, en la noche, Alejandra y yo no teníamos absolutamente nada que hacer, y decidimos ponernos a manejar bicicleta. No recuerdo de quién era esta bicicleta, pero sí recuerdo que fue mi primera caída. Yo tenía más o menos unos 8 años cuando eso sucedió.
-¡Armonia! ¡Vamos! ¡Súbete!
me gritó Alejandra, manejando la bicicleta como si fuera una experta.
-Yo no sé manejar eso, y tampoco me quiero caer
le dije, como si estuviera leyendo el futuro. Ella me insistió tanto que, al final, me monté. Y, como lo presentí, terminé cayéndome.
Mi papá se levantó de la silla para ayudarme a pararme del suelo, y yo me sentí más avergonzada que molesta. Podría decir que estaba roja como un tomate, pero no me monté más.
-No vuelvo a subirme a una bicicleta...
Yo aprendí a manejar bicicleta aproximadamente a los 12 años, y lo aprendí sola, sin ningún empujón.
Pronto vendría la parte que más me gustaba: la Semana Santa. Volví a donde yo vivía, y luego nos fuimos, pero esta vez con mi madre. Iríamos a la iglesia a ver la procesión donde sacarían a la Virgen María y al Nazareno de San Pablo, como había comentado anteriormente.
Iría la esposa de mi tío, el hermano de mi papá, junto con sus hijas, mi madre, mi padre y yo. En ese tiempo, era prácticamente hija única, porque mi papá tenía otro hijo, pero yo aún no lo conocía.
Y ahí fuimos a la verdadera Ciudad Bendita... Cuando sacaron al Nazareno, medía más de dos metros, al igual que la Virgen. Lo tuvieron que encargar entre más o menos unas 30 personas para cada estatua.
La corona del Nazareno brillaba, mientras que la Virgen tenía las manos juntas, como todas las figuras de la Virgen María. Era una verdadera belleza sacada de la iglesia, donde muchos niños estaban vestidos de morado, pagando promesas al Nazareno, incluyendo a mi prima Osmariel, quien también estaba pagando promesa.
Recorrimos toda Ciudad Bendita hasta que llegamos a la parte donde estaba la figura de Jesús en el ataúd. Todos nos pusimos a la izquierda y a la derecha para que la Virgen María entrara hacia allá, o mejor dicho, para que la hicieran entrar hacia allá.
Todo fue una verdadera y divina experiencia. Siempre me había gustado la Virgen. Yo tenía una imagen de la Chinita que mi papá me había traído de Zulia, la cual lamentablemente se quebró, y luego él me regaló una de la Virgen de Guadalupe.