(Habla Gené)
Habían pasado varios días, y hasta mi vuelta a la rutina se me hacía demasiado complicado. No podía conciliar el sueño desde la muerte de Ethan, no me hacía a la idea de que ya no estaba, y que al igual que él, Rhas había desaparecido “sin carta ni respuesta” transformándose en un típico sueño de verano –nunca mejor dicho–.
Me quedaban unas escasas horas para entrar a trabajar, y a pesar de que era lo único que me hacía evadir de la tristeza, su ausencia me mataba a pasos lentos. No entendía muy bien porqué, la verdad, tampoco es que Ethan y yo fuéramos los mejores amigos del mundo, sin embargo aquella sensación de asfixia que por momentos me invadía haciéndome incapaz de siquiera recibir oxíge-no del exterior, me decía que algo nos unía, algo más que un secreto.
Desde la tragedia me encerré en mí misma. No quería hablar con nadie, sentía la imperativa necesidad de saborear la soledad. Elliot era muy paciente a ese respec-to, respetando mi petición de darme mi tiempo y espacio. Sí, yo misma me estaba apartando de la poca gente a la que realmente le importaba, pero nunca fui dependiente, en esos momentos menos aún.
Llegué a la cafetería media hora antes de la apertura ya que no pude obligarme a seguir haciendo en intento de conciliar el sueño. Una buena taza de café, me serviría para recargar fuerzas. Ir y venir de clientela, limpiar y servir fingiendo la mejor de las sonrisas mientras la aflicción me hacia suya minuto tras minuto, segundo tras segundo… y vuelta a empezar. Leer un buen libro en el transcurso del día siempre me había servido de estímulo, entre café y café, pero ni siquiera eso me hacía olvidar el tacto de sus manos tocando las mías, o la sonrisa burlona después de nuestros forzados encontronazos, ver aque-llas estrellas a través de sus ojos violáceos… lo odié, odié que me dejara sin despedirse. Aquello me hizo pensar en algo: «¿Realmente los ángeles podían morir? ¿así, como un mortal?» esa duda me carcomía.
Volvía a casa en bici cuando Ell frenó el coche a mi lado haciéndome frenar en seco. Baja la ventanilla:
—¿Vas a estar mucho tiempo así, nena?.
—No me entenderías.
—No, no lo entiendo. Hasta donde yo sé, Ethan no era imprescindible en tu vida. Y ahora parece ser que es prescindible soy yo.
—No es así… no puedo explicarte, Ell .
—Intentalo. No puedes estar pasando por esto tú sola. Al menos si me lo explicas, puede que hasta te sirva de desahogo.—sonrío.
—Ell… .
—Monta, nena. Te llevo a casa y charlamos, comemos algo, hacemos algo normal.—asiento.
Tras guardar la bici en el coche, me introduzco. Elliot había respetado pacientemente mi necesidad de soledad, no podía negarme a unos minutos de conversación después de tantos días.
—Quiero que entiendas que me preocupo por ti. Siem-pre lo hago.
—Lo sé. Discúlpame.
—¿Entonces?
—Algún día hablaremos de ello.
—¿Estabas enamorada?.
—No. Lo que me une a Ethan es algo que ni siquiera yo lo sé.
—Estoy seguro que no le gustaría verte así.
—No se despidió, Ell.
—No pensaba irse.
—Sí, sí pensaba hacerlo. Me pidió ayuda y no lo escuché.
—¿Ayuda?.—asiento.— ¿Para qué?.
—No lo sé. Nunca llegamos a hablar de ello. Fue esa misma noche, o quizás antes…ya no estoy segura.
Llegamos a casa. Tras conversar por bastante tiempo, cenar y ver la televisión, por fin después de tantos días, pude conciliar el sueño después de que Elliot no dejara de masajear mi cabeza apoyada en su regazo, tal y como si fuera una niña. Me arropó y se marchó. Sentí su beso en la frente antes de salir por la puerta en el más estricto silencio. Me sentí tranquila, por fin lo había conseguido.
Una llamada de madrugada, me sacó de un corto lapso de tiempo en el que pude cerrar el ojo. Preocupada descuelgo:
—¿Qué pasa? ¿quién es?.—entreabro los ojos apesa-dumbrada.
—Te necesito.
«¿Qué?» esa voz la reconocí de inmediato a pesar de su alto estado de embriaguez:
—¡¿Price?!—mis ojos se abren espantados esta vez.
«¿Qué demonios quería ese patán ahora?» Y yo tan contenta pensando que por fin se habría olvidado de mí. La tortura continuaba:
—Ayúdame.
«¿Ayudarlo yo? ¿cómo?» Desde el fatídico día no había vuelto a saber de él, ni siquiera verlo de pasada. Desde aquel día había desaparecido, pero ¿porqué ahora?. No sabía que hacer, que le pasaría o en que lío se habría metido esta vez. De nada serviría discutir conmigo misma:
—Price, ¿sabes contar?, pues no cuentes conmigo.
Lo escucho gruñir, pero no me importa. Llamaría a Elliot para que se encargara del borracho insensato de su amigo:
—¿Dónde estás?.—pregunto antes de avisar a Ell.
—No tengo ni puta idea, brujita.
Se le oía demasiado embriagado, casi apagado. Hasta en sus peores momentos no dejaba de ser un imbécil, pero había logrado preocuparme. Quería mi ayuda nueva-mente, pero no sabía donde narices estaba. Como buscar una aguja en un pajar. No podía soportar tan alto grado de estupidez en una misma persona:
—Si no me dices algo que me pueda ayudar, mal vamos.
—¡Ehhh! ¡ay, joder!—se aqueja.
Escucho un estrepitoso ruido. Deduzco que ha caí-do al suelo y se ha golpeado, y digo deduzco, porque no suelta palabra alguna al respecto, solo se limita a quejar-se. «¡Venga princesa, ahora lloriquea un poco!» digo en tono inaudible con ganas de soltárselo y sonrío al imagi-narme tal vergonzosa escena para el “todopoderoso” de Price, menudo Quarter Back estaba hecho el piltrafa humana.
Editado: 09.01.2022