Ciudad Violenta

Prólogo

1

Nadine Velázquez era una mujer a quien le gustaba seguir la rutina. Le gustaba el orden y se sentía más tranquila cuando todo estaba en su debido lugar. Despertaba todos los días a la misma hora, así fuera fin de semana, y su rutina sólo variaba en que los fines de semana no iba al trabajo.

Su cerebro, al igual que su rutina, era estructurado y lo mantenía siempre en orden; tanto sus pensamientos como emociones estaban siempre en el cajón que les correspondía y jamás se movían de lugar. Algunas personas podrían decir que Nadine era una mujer fría, carente de sentimientos, y la mayoría del tiempo tendrían razón. Pero desde hacía un mes, eso había cambiado. Alguien había comenzado a causar un efecto extraño en ella. Un hombre capaz de hacer que una nube de sentimientos que le resultaban extraños, tales como la lujuria y el deseo carnal, se arremolinara en su bajo vientre, con un cosquilleo tal que llegaba a rayar en un dolor sublime.

Hoy era lunes, y como todos los lunes (y el resto de días) se levantó a las siete en punto de la mañana. Salió de la cama, siempre del lado derecho –las supersticiones que su madre le había inculcado, habían calado profundo en su ser–, se calzó unas pantuflas que le resultaban absurdamente ridículas, pero eran regalo de su madre, además de que de hecho sí eran muy cómodas, así que con tranquila resignación las usaba, al menos hasta que estuvieran lo suficientemente gastadas como para finalmente poder tirarlas. Mientras fueran útiles, tendría que usarlas, si algo no hacía jamás Nadine, era desperdiciar el dinero. Se metió a bañar, su ducha duraba siempre quince minutos. Metía el celular al cuarto de baño y ponía el temporizador mientras dejaba sonando el celular con las Power Ballads de los años ochenta que tanto le gustaban.

Mientras se enjabonaba, su mano empezó a deslizarse peligrosamente por el vientre, bajando, deslizándose en un camino sinuoso como una serpiente resbaladiza hacia su sexo. Sus dedos encontraron el camino y comenzaron a moverse juguetonamente por los labios de su vagina mientras en su mente proyectaba la imagen de aquel hombre. El hombre que se había colado en sus pensamientos y la provocaba a masturbarse en plena mañana en la regadera como una adolescente precoz con un amor imposible por el joven profesor de literatura.

El reloj sonó, los quince minutos terminaron y Nadine se obligó a salir de su ensoñación. Su mano dejó de ser el pene imaginario de aquel hombre y se enjuagó velozmente. Al salir de la regadera se miró detenidamente en el espejo colgado encima del lavabo. Su cuerpo le encantaba, y más valía que así fuera. Parte importante de su rutina era asistir con religiosa regularidad al gimnasio. Los martes y jueves practicaba yoga, mientras que lunes miércoles y viernes llevaba una rigurosa rutina de pesas, durante la cual se ponía los audífonos con música a todo volumen y hacía caso omiso de todo y de todos, en especial procuraba ignorar con énfasis a los tipos platicadores y sus torpes intentos de coqueteo. Nadine siempre decía que su cuerpo era un templo, el único lugar que tenía su alma para vivir. Y también decía que en un cuerpo sano, habita una mente fuerte. Y a Nadine le gustaba considerarse una mujer fuerte. Fuerte e independiente. Y cómo tal, no necesitaba a ningún hombre.

Pero aun así, ese hombre despertaba sentimientos extraños en ella. Lo veía todas las mañanas. Al igual que ella, tomaba el metro que cruzaba la ciudad de México, siempre a la misma hora. Ella iba sentada, casi siempre alcanzaba lugar, él por lo general también iba sentado frente a ella pero varios lugares más a la izquierda, excepto cuando le cedía su lugar a alguna viejecita, mujer embrazada o en general a cualquier persona que lo necesitara más que él. Él representaba a la perfección al clásico boy scout; el chico al que todas las chicas ignoran o rechazan en la prepa por ser demasiado bueno, demasiado aburrido, pero que al pasar los años y mantener su esencia intacta, se vuelven los hombres más deseados por las mujeres adultas que buscan un buen padre para sus hijos.

Ese hombre le recordaba al clásico niño nerd de la primaria o quizá de la secundaria. Aquél niño que por ser pálido, pequeño y debilucho hacía que despertara en ti un incipiente instinto maternal y quisieras protegerlo a toda costa. A tus amigas les decías que obvio, por supuesto te gustaba el niño rico de la escuela o el más deportista, pero en tu fuero interno sabías que estabas irremediablemente enamorada –sin saber por qué– de ese niño. Y más adelante, durante la adolescencia volvías a renegar de tus sentimientos por él y tu alma rebelde te hacía irte con los tipos rudos, a los que les gustaba alardear, tipos mayores que fumaran y tomaran alcohol, si tenían una moto ruidosa, mejor. Pero eventualmente, esos tipos terminaban por aburrirte y terminarías cayendo rendida en los brazos del niño nerd, como siempre debía haber sido.




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