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El agente Norman Hayes tomó un sorbo a su taza de café y miró alrededor. La sede central de la policía en la ciudad de México no estaba tan mal, claro después de que te acostumbrabas al incesante barullo y a las cientos de personas en un mismo lugar, que de no estar abarrotado, podría considerarse espacioso. El piso del edificio en que se encontraba era una enorme estancia rectangular, ocupada en su mayor parte por cubículos y más cubículos (donde las computadoras de los agentes peleaban por su lugar en los escritorios en contra de toneladas de papeles, archivos y los contenedores de estos) en la parte de en medio, bordeados por oficinas en las orillas. Norman se hallaba sentado afuera de la oficina acristalada del comisario general, a la espera de que éste terminara la junta en la cual se encontraba con algunos de sus subordinados. Miró su café antes de darle un trago. Su última novia (una rubia despampanante) siempre lo molestaba, porque decía que cuando iban por café a un Starbucks o a alguno de esos lugares, a lo que él pedía no se le podía llamar café sino más bien postre. Y así era, odiaba el sabor amargo de un café negro, así que siempre lo pedía tan dulce como fuera posible. Aun estando en una comisaría de policía, le había echado tanta crema a su café americano qué más bien parecía café con leche. Inclinó el codo y apuró el resto de un trago.
Pensó por un momento en aquella rubia despampanante, muy por encima de su liga, parecía una supermodelo, pero no de pasarelas, sino de esas que se dedican a salir semidesnudas en las revistas mensuales para “caballeros”; ese era uno de los pocos beneficios verdaderos de ser un poli, la mayoría de las chicas se derretían por los hombres con placa o cuando mínimo tenían algún tipo de fetiche, ya fuera con el uniforme (aunque Norman hacía dos años que no usaba uniforme) o con las esposas, o algo. A Norman le daba igual la razón, lo importante era que a las chicas les gustaban los polis. Bueno, cierto tipo de polis. Los que eran gordos y patéticos (la mayoría), para ellos ninguna placa ni ningún puesto les ayudarían nunca a conseguir una chica. Pero si eras un tipo más o menos apuesto como Norman y te mantenías en buen estado físico, como la mayoría de los novatos, tus probabilidades para ligar eran bastante buenas.
Aparte que tener ascendencia irlandesa por parte paterna también le ayudaba un poco a la hora de destacarse entre el resto. No es que fuera pelirrojo (afortunadamente, de lo contrario habría sufrido más tormentos de los estrictamente necesarios en el colegio) ni nada por el estilo, pero los rasgos latinos heredados de su madre, contrastaban de manera eficaz con las expresiones duras tomadas de los genes paternos. Y tenía un cabello negro y espeso que aunque siempre parecía negarse a permanecer peinado, a las chicas parecía encantarles, como si creyeran que estar algo despeinado todo el tiempo fuera una característica propia de las personas que poseen algún tipo de genialidad. Así que si pensaban eso, por él no había problema.
Se percató que la asistente del comisario, una mujer de edad avanzada, la clásica asistente viejecita cliché, lo miraba fijamente desde detrás de su cubículo, mientras él se encontraba en su ensoñación. Le sostuvo la mirada, la viejecita se subió los lentes en un gesto cascarrabias, gruñó algo ininteligible y volvió a bajar la mirada hacia el teclado de la computadora.
La puerta a un lado suyo se abrió, sacándolo de su ensimismamiento. La chica supermodelo y su colección de tangas diminutas, junto con los pensamientos sobre su ascendencia se difuminaron al instante de su mente, dejando en su lugar un profesionalismo eficaz y una personalidad competente y eficiente, apta para realizar cualquier tipo de misión sin importar cuán difícil pudiera llegar a ser.
Un puñado de policías viejos, posiblemente comandantes y algún que otro investigador, empezaron a salir en tropel de la oficina. El agente federal Norman Hayes se puso lentamente en pie y con gesto arrogante se estiró de manera exagerada para desperezarse, después de haber esperado sentado ahí durante poco más de quince minutos.
Cuando todos hubieron salido, miró hacia la asistente y enarcó una ceja a modo de pregunta. Ella se limitó a gruñir y con un gesto le indicó que ya podía pasar. Norman le sonrió, giró el cuerpo y entró a la oficina. Era más grande de lo que parecía, había un sofá en un extremo que parecía cómodo y varios cuadros de artistas renacentistas colgaban de las paredes, y las persianas bajadas no le habían permitido darse cuenta que aún había un hombre con el comisario. Supo quién era el comisario ya que éste se encontraba tras el único escritorio de la amplia oficina. El otro hombre tenía algo en su persona, un cierto aire de grandeza que hacía te fijaras en él, que no pudieras pasar en alto su presencia.