Ciudad Violenta

El monstruo bajo la cama

4

 

            Como no podía ser de otra manera (por supuesto que no) a Norman Hayes le asignaron la oficina más cercana a los baños. Si guardaba el suficiente silencio, casi podía oír a las personas al otro lado de la pared pujando y gimiendo mientras hacían sus necesidades. Tenía la sospecha de que hasta antes de su llegada, esa habitación diminuta ni siquiera era una oficina, posiblemente era una bodega o con más probabilidad, el cuarto de las escobas.

            Siempre era lo mismo, en las agencias estatales no les agradaban nunca los agentes federales, como él. En ese aspecto todos tenían casi siempre la mentalidad de un campirano retrogrado. Creían que los agentes federales llegaban a recoger los frutos de lo que ellos habían cosechado y por tanto a quedarse con todo el crédito, crédito del que ellos se asumían completamente merecedores. Pero la verdad era otra.

            Los agentes como Norman Hayes, entraban a una investigación cuando se cumplía alguna de las siguientes dos condiciones: o la investigación por parte de los agentes estatales llegaba a un punto muerto en donde carecían de pruebas para seguir investigando y por lo tanto necesitaban a alguien experto en psicología que les pudiera generar un perfil detallado del criminal a quien buscaban; o bien cuando se presumía que el criminal o sospechoso en cuestión había cometido varios crímenes (por lo general asesinatos o violaciones) en dos o más estados diferentes del país, entonces la investigación caía en jurisdicción de los agentes federales.

            Y en este caso en particular, se cumplían las dos condiciones. Los agentes estatales carecían de pruebas para seguir con la investigación y además habían descubierto otros casos archivados en otros estados del país, donde el modus operandi y la forma en que las víctimas habían sido encontradas, resultaban incómodamente parecidos. 

            Y todo eso llevaba a Norman al lugar en que se encontraba ahora: el cuarto de las escobas, acondicionado a manera de oficina temporal para el agente federal al que ningún agente estatal quería.

            Pero eso no le importaba, lo único que le interesaba era resolver ese caso, al fin y al cabo eso era para lo que se había enlistado, para atrapar a los monstruos disfrazados de oficinistas, amas de casa, padres amorosos, hijos e hijas modelo, maestras y sacerdotes.

            Norman Hayes, en los pocos años que llevaba como agente (apenas tenía treinta y tres años de edad), había descubierto que el mal se puede esconder en cualquier lugar. La viejita más dulce podría ser una mujer a la que le gustara ir a los hospitales a envenenar la comida de los pacientes mientras estos dormían. El padre más bondadoso y altruista de la iglesia podía ser un estafador, tener un negocio de trata de mujeres. El padre de familia más afectivo podía ser al mismo tiempo el pedófilo más entusiasta. En fin, había aprendido a temprana edad (aún antes de hacerse poli; incluso antes de estudiar psicología) a desconfiar de las apariencias, de las palabras sibilantes que podían salir de boca de los maniáticos que a simple vista te parecían las personas más normales y buenas del mundo.

            En la vida real no era como en los cómics que leía de niño. Aquí los psicópatas, los degenerados y sádicos no se pintaban la cara de payasos, no vestían de manera extravagante con trajes morados, ni peleaban contra los justicieros de la noche como hacía el Joker. No, los peores monstruos se ocultaban bajo disfraces de débiles corderitos y se camuflaban en las redes de una vida normal, aburrida, rutinaria. Te los podías encontrar en la fila de la caja del supermercado, en la entrada del cine, en el parque, incluso en las reuniones de  padres de familia en la escuela de tus hijos, y jamás se te ocurriría pensar mal de ellos. Y justo esa clase de degenerados eran los que Norman perseguía con mayor denuedo.

            En medio de la estancia había un escritorio y tras él una silla giratoria de las más básicas, de esas que te hacen doler la espalda a los quince minutos de estar sentado en ellas. Había papeles encima del escritorio, un teléfono viejo y media docena de otros artículos carentes de alguna utilidad práctica.

            Norman miró todo ese revoltijo, exhaló aire, intentando ganar algo de paciencia, pero no lo logró, así que se remangó la camisa. Con un movimiento intempestivo, llevó los brazos hacia el escritorio y arrastró todos los objetos hacia el borde de la mesa. Teléfono, papeles y demás objetos cayeron con estrépito al suelo. Empujó la silla hacía la pared opuesta a la puerta de entrada, colocó ambas manos en el escritorio y con un movimiento cargado de fuerza empujó el pesado mueble hasta pegarlo a la pared del lado de la puerta.




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