Cleventine 1: Realidad y Ficción

1x25. La madre de papá

 

1º LIBRO – Realidad y Ficción

25.

La madre de papá

 

Neuval colgó el teléfono por quinta vez en esa mañana y se quedó ahí sentado en el sofá, con la vista fija en el aparato, rascándose su barba corta castaña clara y pensando a quién más podría llamar. Estaba en el cuarto de estar de una bonita casa tradicional japonesa, con puertas corredizas, y había muchos muebles antiguos. Pero los libros de las estanterías que lo rodeaban por todas partes eran chinos.

Su ropa de trabajo, la chaqueta, los pantalones y la camisa blanca, que había acabado roja con la sangre de aquellos delincuentes, se estaban lavando. La corbata de seda la había tirado directamente a la chimenea para quemarla.

A la dueña de esa casa no le inquietaba tener la lavadora llena de agua con sangre, ya estaba acostumbrada. Le había dado a Neuval unos pantalones vaqueros que pertenecieron a su hermano, pues ella aún guardaba en esa casa algo de ropa de Sai. La camiseta que iba a darle se estaba secando después de haberla lavado, así que Neuval ahora sólo estaba vestido con los pantalones vaqueros. Y ya no iba peinado, ahora tenía los cabellos alborotados en su estado natural. Hacía mucho que no se ponía tan cómodo.

Como la mayor parte del tiempo –o más bien, cuando estaba a la vista de los demás– solía vestir con traje y camisa, no se apreciaba mucho el hecho de que tenía el cuerpo propio de un luchador. Tenía buenos músculos, grandes, tonificados, perfectos, y ello sumado a sus 190 centímetros de altura, tenía de sobra para intimidar a cualquier hombre y para volver locas a las mujeres. Algo que sin duda aprovechó muy bien en su juventud. Hoy en día, la única afortunada era Hana, la cual incluso tardó meses en acostumbrarse a lo que ella llamaba sin tapujos "el cuerpo de un dios".

Neuval tenía una cicatriz muy antigua en el pectoral izquierdo, sobre el corazón, casi imperceptible. Lo extraño es que, a lo largo de toda su vida, él había recibido incontables heridas de bala, puñaladas o cortes en su cuerpo, que con el tiempo cicatrizaron, pero, con un poco más de tiempo, dichas cicatrices desaparecieron. Extraño, porque las cicatrices se quedan, nunca se van. La única cicatriz que permaneció en su cuerpo era aquella de su pectoral, y aun así, no se notaba mucho.

Había estado telefoneando a la casa de Raven, pero nadie cogía; al instituto por si habían vuelto a ver a Cleven por ahí, pero nada; a un par de amigos de ella, a ver si sabían algo, y tampoco; finalmente, había llamado al Hotel Sunshine City Prince, al Hotel Ark, al Metropolitan… y nada.

Sobre la mesilla del salón, justo frente a él, había dos grandes álbumes de fotos abiertos. Fotos de la familia. Había estado recordando viejos tiempos con la mujer mayor que en ese momento estaba entrando en el salón con dos tazas de té en la mano. Era una mujer china con la mirada más tierna que existía. Cuando miraba a alguien con esa calidez, a ese alguien de repente le entraban ganas de abrazarla. No era muy alta, y era delgada, con el cabello ya blanco, pero un con corte moderno por encima de los hombros, y se movía con energía. Le dio una de las tazas a Neuval. Él la cogió, inspiró hondo el aroma del té, y vio que estaba extremadamente azucarado, como a él le gustaba. Después de haber estado tenso mientras hacía esas llamadas de teléfono, de repente volvió a sentir relax y alivio. La mujer se puso tras él, por detrás del sofá, y lo abrazó, rodeando su cuello con sus brazos y apoyando la mejilla sobre su cabeza. Neuval dejó salir un suspiro reconfortante.

—Gracias.

—Para ya de darme las gracias —le pidió ella—. Ya van veinte veces esta mañana. Y siete millones de veces desde que tenías 10 años. Deja de darme las gracias por literalmente todo.

—Para eso, tendrías que matarme —sonrió Neuval.

Mai Tsi también sonrió y, después de darle un apretón lleno de cariño entre sus brazos, se sentó a su lado en el sofá con su taza de té.

—Tu camiseta ya está seca, cielo.

—No tenías que haberte molestado tanto, te dije que yo podía lavar mi propia ropa y hacer yo el té para ambos y... ¡aah! —gritó de pronto, pues Mai Tsi le dio un fuerte pellizco en el hombro.

—¡Déjame cuidarte un poco, diantres, ¿no entiendes lo mucho que añoro cuidar de mis niños?! —exclamó enfadada—. ¡Soy tu madre y es para eso para lo que me tienes!

—Y mira para lo que me tienes tú a mí, para seguir molestándote con mis... ¡aaaahh! —Recibió dos pellizcos a la vez.

—¡Que vengas a verme y a molestarme es lo que me hace feliz, patán!

—Ayyy... Vale, te molestaré todo lo que pueda, pero no me pechisques más...

Mai Tsi se quedó de repente con una cara perpleja. Neuval la miró confuso, preguntándose qué le pasaba, hasta que ella empezó a partirse de risa.

—¿¡Pero qué has dicho!? ¡Ajajaja...! ¡Pechisques! ¡Jajaja...!

—¿Qué? ¿Lo he dicho mal?

—¡Jajaja...! Cariño, ¿cuánto hace que no hablas el cantonés?

—Pues desde la última vez que te visité, hace tres semanas.

—Qué raro es oírte cometer un error de pronunciación, hahahah... Si ya dominabas a la perfección el idioma desde pequeño.




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