Cleventine 2: Pasado y Presente

2x11. Saltos y consecuencias

 

2º LIBRO - Pasado y Presente

11.

Saltos y consecuencias

 

En el rascacielos de la empresa Hoteitsuba, un grupo de seis personas trajeadas y elegantes, tres hombres y tres mujeres, se adentraron en el edificio con aire serio e importante. Iban todos repeinados e impecables, nada que ver con cómo solían ir en verdad. Bajo la manga de la chaqueta, se podía ver que tenían una cinta roja y ancha atada en la muñeca.

Al internarse en la zona de recepción, algunos de ellos no pudieron evitar admirar aquella arquitectura. Era un espacio inmenso, y muy alto. La zona de recepción estaba cubierta por una fachada acristalada inclinada de unos tres pisos de alto, y había algunas zonas con butacas entre grandes maceteros con árboles pequeños y plantas. Más allá, al fondo, estaban los tornos, por los que accedían los empleados y personal autorizado al edificio principal y los ascensores. Por otro lado, se accedía a la cafetería. En un lateral, estaban los dos mostradores, con forma curva, tras los que estaban los recepcionistas atendiendo a varias personas.

Al estar todo cubierto por la fachada acristalada, predominaba la luz solar del exterior, y el resto eran colores elegantes, blancos, grises metálicos, negros, y algunos decorados de algunas columnas, paredes y muebles ofrecían algún color llamativo y agradable, como rojos, azules, verdes y amarillo anaranjado. Pipi no había escatimado en gastos para construirle a su mejor amigo ese rascacielos.

Los seis trajeados se dirigieron al mostrador más cercano donde estaban los recepcionistas. Una de ellos levantó la vista de su ordenador al notar su presencia y se estremeció un poco al ver sus caras tan severas.

—Bienvenidos a Hoteitsuba. ¿En qué puedo ayudarles?

—Somos los delegados de la compañía Vontaure, de Washington —contestó el más alto de ellos con autoridad, y todos mostraron sus pases, unas tarjetas plastificadas enganchadas a unas correas—. Teníamos una cita con el director general.

—Oh, sí, en efecto —dijo, revisando una de sus agendas—. Llegan pronto, señores. Uno de nuestros chóferes fue enviado a recogerlos del aeropuerto y llevarlos a su hotel antes de traerlos aquí…

Los trajeados se miraron en silencio.

—Le hemos pedido al chófer que nos trajera directamente aquí desde el aeropuerto —le dijo una de las mujeres—. Su jefe debe de haber olvidado avisarla, señorita, hemos acordado adelantar la hora de la reunión. El señor Vernoux ya nos está esperando arriba.

—Ah… Muy bien… —asintió, indicándoles el paso con educación, aunque seguía un poco extrañada por ese cambio de planes, pero no era nada raro que a veces sucedieran cambios de fechas y horas de última hora.

Aquel grupo de empresarios pasó por los tornos deslizando sus tarjetas autorizadas por el sensor sin problema. Por eso, la recepcionista consideró que todo estaba en orden y siguió con su trabajo. Así, los seis visitantes se metieron en uno de los ascensores y se perdieron de vista.

Hana, que acababa de salir de la cafetería y los había visto de lejos, se fue hacia donde estaba la recepcionista, extrañada, con una taza de café entre las manos.

—¿Quiénes eran? —le preguntó.

—Los del Comité de la empresa de Vontaure. Tenían cita a las doce, pero han llegado media hora antes. Dicen que ordenaron al chófer que los trajera directamente aquí, sin pasar por el hotel que el señor Vernoux había reservado para ellos. Y que el señor Vernoux está al tanto.

—¿Qué? No, espera… —Hana torció una mueca—. Justo hace un cuarto de hora hablé con Neuval, le pregunté sobre la reunión esta, y me dijo que seguía siendo a las doce.

—¿El señor Vernoux habrá hablado con ellos en el último cuarto de hora cambiando el momento de la reunión? —supuso la recepcionista.

Hana no contestó. Era una posibilidad, pero sería inusual. Se quedó observando los ascensores, reflexiva. Tenía la intuición de que había algo raro. El aspecto exterior, elegante y limpio que esos hombres y mujeres tenían no llegaba a ser suficiente para tapar su verdadero aspecto interior. Hana tenía mucha experiencia en saber reconocer a ese tipo de gente, ese tipo de calaña, no importaba cuánta gomina, colonia o trajes caros les cubriesen. Ella había pasado toda su vida rodeada de ellos. Ella misma había sido de esa calaña.

 

En ese momento, Neuval, con su elegante traje y corbata y su pelo peinado hacia atrás, estaba en su despacho, sentado en su gran escritorio, de espaldas al gran ventanal desde el que podía verse toda la ciudad, trabajando... Trabajando en dar rienda suelta a su faceta más infantil aprovechando los escasos momentos que podía disfrutar a solas sin que nadie lo viera. Estaba jugando con varios muñequitos de Playmobil sobre su mesa y con un muñeco Ken que sólo llevaba puestos unos calzoncillos.

—¡Nnnooo...! ¡Sálvanos, Fuujin, sálvanooos...! —dijo poniendo una vocecilla aguda mientras agitaba los muñequitos de mujeres—. ¡Sálvanos del vejete gruñón, por favor! ¿¡Qué está pasando aquí!? —puso una voz grave de repente, agitando el muñequito de un viejo con su pelo y su barba de plástico blanco—. ¡Doblegaos ante mí, “iris” jovencitas, os ordeno no sonreír, os ordeno no ser guais! ¡Nooo, Fuujin, Alvion no nos deja ser tan guais como tú, sálvanooos...! —volvió con la voz aguda—. ¡No temáis, mis preciosas fans de grandes pechos! —puso otra voz varonil, agitando el muñeco de Ken—. ¡A mí Alvion no puede darme órdenes, porque soy yo quien le da órdenes! ¡De eso nada, estúpido gamberro! —dijo el muñequito de Alvion—. ¡No dejaré que un macarra callejero como tú mancille mi noble apellido, tengo mi as en la manga!




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