Cleventine 2: Pasado y Presente

2x19. Zou (1/2)

2º LIBRO - Pasado y Presente

19.

Zou (1/2)

—Ay… —suspiró amargamente.

Siguió caminando, casi arrastrando los pies. No sólo estaba un poco cansado, sino que tampoco tenía ni pizca de ganas de estar ahí. Ya era de noche, las grandes montañas y valles que se expandían a varios kilómetros a la redonda estaban oscuros y dormidos, arropados bajo una manta de estrellas.

Yako había aterrizado el jet en un campo cercano en mitad de las solitarias llanuras de allí. No quiso aterrizar en el Monte Zou, porque eso llamaría la atención de todos y él quería que su visita fuese lo más discreta posible.

La luna estaba decreciente y no ofrecía mucha luz, pero el ojo iris de Yako emitía suficiente de su luz verde para alumbrar los senderos. Cuando llegó a las orillas pedregosas del Lago Xuhuàn, reflejando el firmamento como un espejo, observó fijamente su centro, hasta que comenzó a aparecer entre la neblina el majestuoso tori de entrada, de maderas blancas y roca de granito, piezas de jade verde y medallones de oro. Las piedras planas que marcaban el camino desde la orilla hasta la puerta también se manifestaron al filo de la superficie del agua, y Yako lo cruzó, suspirando aburrido.

Una vez atravesó el tori, protegido por el “hechizo” del brujo Zhen Qing, siguió caminando por el Sendero Rojo.

Al poco rato, ya empezaron a verse las antorchas de fuego al final del sendero. Cuando salió de ese túnel de ramas entrelazadas y racimos de frutos rojos, se encontró al borde de un gran precipicio. Frente a él se extendía el magnífico paisaje de las tierras Zou, bosques, valles y montañas hasta donde alcanzaba la vista, iluminados por el cielo estrellado y la luna. Desde ahí podía ver el puntito de luz anaranjada que emitía la Ciudadela que rodeaba el Templo Zou, la cual ya brillaba en medio de aquel lejano y prominente monte como la llama de una vela sobre un manto oscuro en el horizonte.

Suspiró por quinta vez, ignorando una voz que le ordenó que aguardara ahí quieto, y siguió caminando por la cuesta pedregosa que descendía en zigzag aquel acantilado. Sin embargo, oyó un ruido a sus espaldas, y lo siguiente que notó fue un cuerpo pesado derribándolo con un placaje. Cuando quiso darse cuenta, estaba bocarriba, sobre el suelo, aplastado bajo el peso de un hombre grande y musculoso de piel algo oscura que apuntaba hacia su cuello con la simple punta de sus dedos, preparado para golpearle la glotis si percibía algún contrataque. Tenía el pelo muy corto, pero con una fina trenza larga cayendo desde su nuca, y vestía con ropas propias de un Guardián del Monte. Yako se quedó perplejo mirándolo. Entonces el otro se fijó en la luz verde claro de su ojo izquierdo.

—Hah… —suspiró el Guardián de mala gana—. ¡No pasa nada, Nessie, se trata de un iris despistado! —exclamó en inglés—. O sordo —le espetó a Yako.

—No existen iris sordos, ni ciegos, ni con alergias, enfermedades neurológicas, diabetes o cáncer, cielito. La conversión les arregla los órganos previamente enfermos o disfuncionales, incluidas las parálisis por daños de la espina dorsal.

Entonces apareció una mujer, igualmente alta y robusta y con grandes bíceps, aunque le faltaba la mitad del brazo izquierdo. Tenía un largo cabello cobrizo recogido en una coleta y el rostro pálido lleno de pecas, además de un par de cicatrices en el labio y en una ceja. Su mirada era feroz, como la de su compañero, y sujetaba una naginata japonesa en la mano derecha.

—Si estás en silla de ruedas y te conviertes en iris, podrás levantarte y caminar. Pero si te falta una pierna o un brazo, no crecerá de nuevo —le explicó la mujer a su compañero, siempre con el mismo tono serio, que chocaba con los apelativos cariñosos con los que lo llamaba.

—Oh… —murmuró el hombretón—. Imagina cuántas personas desearían convertirse en iris para curarse de un cáncer o para poder volver a caminar.

—Si alguien deseara eso a cambio de ver a un ser querido ser asesinado, para empezar no se convertiría en iris jamás, amorcito. Eso no es tener buen corazón, y el iris sólo nace en humanos que ya eran de buen corazón.

—Bueno, era una forma de hablar, lo de sordo —se excusó su compañero—. Lo cual nos queda que, o bien este iris es un despistado, o viene con malas intenciones. ¿Quién te manda pasar más allá de las antorchas sin el permiso de un Guardián? —el hombre moreno agarró a Yako de la chaqueta y lo zarandeó para reprenderle—. ¿Eres un novato? ¿No sabes que debes esperar ahí hasta que se te haga el reconocimiento?

—Ay, mi espalda… —gimió Yako, mareado.

—¡Nessie, rápido, trae las Semillas de Bondad!

La mujer entonces miró a Yako, el cual seguía ahí tan dócil e inofensivo, apretujado entre las manos del otro.

—Vale, pero te sugiero que te apartes de él al menos dos metros durante el reconocimiento —dijo la Guardiana tranquilamente, mientras caminaba de regreso hacia donde estaban las antorchas a la salida del sendero, donde había un pilar de piedra tallada sosteniendo un cuenco lleno de unas raras semillas arrugadas de color blanco, muy parecidas a nueces.

El hombretón la miró confuso, y luego miró a Yako, el cual simplemente le sonreía. Pero él se tomaba muy en serio su trabajo y levantó a Yako del suelo, obligándolo a quedarse en pie y quieto. Cuando Nessie se acercó con el cuenco de nueces blancas, su compañero cogió unas pinzas largas de hierro que tenía enganchadas en su cincho junto a una espada corta en su funda.




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