2º LIBRO - Pasado y Presente
31.
Las historias bajo llave
Si había algo con lo que Yenkis tenía engañado a todo el mundo, a su familia, a sus amigos más cercanos, era con su imagen de chico sensato y prudente. Pero esto no era culpa del muchacho. Él era como era. Eran los demás quienes malinterpretaban su forma de ser, sus decisiones y modo de actuar. Porque Yenkis, el 90 % del tiempo, sí que era sensato y prudente, y por eso la gente pensaba que era así la totalidad del tiempo. Pero estaba ese 10 % del tiempo restante, en que al joven Vernoux le venían ciertas necesidades, inquietudes, curiosidades que satisfacer.
Yenkis poseía la misma contradicción de su padre. Cuando desobedecía las normas y las leyes, era por causas justas; cuando tomaba decisiones malas o peligrosas, era en busca de cosas buenas o de seguridad; y cuando cometía enormes imprudencias, lo hacía con la mayor prudencia posible.
Por eso, antes de hacer nada, el chico dejó pasar otra media hora, para cerciorarse de que Hatori realmente había entrado en sueño profundo. Había esperado todo ese rato, parado en el pasillo en medio del silencio y de la oscuridad, con el ojo guiñado, con su cubito en la mano, simplemente escuchando las respiraciones de Evie y de Hatori en sus respectivas habitaciones. Ambos dormían con la puerta sin cerrar del todo. Por la rendija, Yenkis pudo observar al ministro acostado en su cama, y oír cómo su respiración cambiaba de normal a pesada en esa media hora.
No había recibido ningún entrenamiento iris, pero el chico ya tenía innatas las características naturales de un Fuu. Era extremadamente silencioso, ágil, escurridizo, invisible… Incluso cuando se metió en el despacho de Hatori, logró no emitir sonido alguno a la hora de encender uno de sus ordenadores –apretando el botón con un nudillo en lugar de la punta del dedo para no dejar su huella–, dejar su cubito sobre la mesa y sentarse en la silla, que ni siquiera chirrió un poco.
No perdió ni un segundo. La conexión de su cubito con el ordenador de Hatori fue inmediata, indetectable, y le susurró que mostrara los archivos de su padre en la pantalla. Aparecieron en una ventana, en carpetas bloqueadas. Después enchufó en la torre el USB que le dio Daiya. Emergió una nueva ventana negra de comandos. Yenkis no tuvo que hacer nada, vio cómo los códigos se iban ejecutando solos a toda velocidad. Sintió una pequeña emoción de melancolía. Todo lo que veía, esos miles de símbolos, letras, números, espacios… habían sido tecleados por las manos de su madre.
Se quedó unos minutos abstraído, recordando cosas sobre ella. Tardó en darse cuenta de lo que la pantalla, al fin, le mostraba: todas las carpetas de su padre sin el bloqueo. Dio un sobresalto en la silla. Sacó del bolsillo de su pantalón de pijama una pequeña bolsita de plástico; metió la mano en ella y luego la colocó sobre el ratón, para así no dejar huellas, y comenzó a abrir varias carpetas a la vez.
De repente notó la garganta seca. Tragó saliva. Los latidos de su corazón iban en aumento. Esto era. Esto era lo que llevaba toda su corta vida buscando. Sus ojos fueron saltando de un lado a otro de la pantalla, pues aquellas nuevas ventanas le mostraban diversos formatos de archivos: imágenes, textos, gráficas, vídeos… Las carpetas principales informaban sobre la fecha y el lugar, y también había subcarpetas. Algunas tenían nombres que no entendía.
Misiones Superiores, Misiones Inferiores, Armas, Hoteitsuba, Monte Zou, Gobierno, HRS, KRS, SRS, ARS, ORS... No sabía por dónde empezar, la verdad.
Pero, quizá, lo que más le llamó la atención, fue ver que las carpetas más antiguas databan desde hace 33 años.
«Hace 33 años… papá tenía mi edad» pensó. «Fue adoptado por los Lao a los 10 años, ¿pero fue a los 12 cuando empezó a guardar estos archivos? ¿Qué diablos es esto de “misiones”? ¿A qué se refiere?».
Dubitativo, probó a abrir un vídeo de los más antiguos, después de asegurarse de que el volumen del ordenador estaba bajo. Se abrió el reproductor. Al principio se veía negro, y con unos sonidos raros, hasta que de repente aparecieron los dos agujeros de una nariz, después unos ojos grises, y después un alborotado pelo castaño claro, todo del revés. Era un Neuval de unos 14 años, que parecía estar probando la cámara.
—“Guau… ¿Qué te parece? Papá acaba de inventar la cámara más pequeña del mundo” —se oyó la joven voz de ese Neuval, mientras enfocaba mejor la cámara hacia delante, y mostró a otro chico de su edad, chino, de cabello negro, sentado sobre un taburete frente a un atril, pintando sobre un óleo, en una amplia habitación con dos camas en litera—. “Esto quedará guardado para la posteridad. Observad, estáis siendo testigos de los orígenes del mejor artista de Hong Kong, mi hermano Sai. Nos hará ricos y famosos.”
—“¡Dìdì, no! ¡No está terminado!” —Sai se puso de pie delante del óleo, con brazos extendidos, tratando de taparlo con vergüenza—. “¡Hala! ¿Ese soy yo?” —señaló hacia un lado.
Neuval movió la cámara hacia una pantalla de televisión que estaba mostrando lo mismo que la cámara enfocaba. Eran los años 80, así que era una de esas televisiones antiguas.
—“¡Sí! ¿Ves? Se te ve en tiempo real.”
—“¿Por qué llevas la cámara en el pecho con esos arneses como si fuera una mochila?”
—“Se supone que son para que los iris las llevemos a las misiones internacionales más gordas y peligrosas.”
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romance y humor, accion con poderes, sobrenatural y crimenes
Editado: 20.08.2025