Unos golpes suaves pero insistentes en la puerta lo sacaron de su ensoñación. Geoffrey parpadeó, volviendo lentamente a la realidad de su torre. Rápidamente, se colocó las gafas con las lentes negras que ocultaban la mirada intensa y desigual de sus ojos, pestañeando un par de veces para despejar el letargo que lo envolvía.
—Adelante.
La puerta se abrió con un leve chirrido, y uno de sus esclavos entró, inclinándose ante él con la precisión calculada de una máquina. Aquel ser era poco más que una amalgama de tuercas, engranajes visibles bajo placas de madera oscura que formaban una figura humanoide. Era un Airamitæ, uno de los esclavos forjados por la magia y el tiempo, eternamente leales a la torre.
El rostro del Airamitæ, también de madera, presentaba un diseño peculiar: entre sus ojos, una manecilla incrustada marcaba las nueve y cuarto. Su tiempo personal para existir. Cada Airamitæ tenía una vida útil perfectamente calibrada en 720 años. Cada minuto que avanzaba aquella pequeña manecilla representaba un año en su ciclo de vida. Cuando las agujas alcanzaban las doce, las tuercas se bloqueaban y el ser se apagaba de inmediato, de forma rápida y sin sufrimiento. Era la perfección del control temporal, un mecanismo sin fallas.
—Señor.
Geoffrey, aún inmerso en sus pensamientos, apenas desvió la mirada hacia el esclavo. Era difícil sacarlo de su calma reflexiva.
—¿Qué ocurre ahora, Fares? —murmuró con voz suave, pero cargada de autoridad, sin molestarse en levantar del todo la cabeza. Sus ojos, ocultos tras las gafas, no reflejaban ninguna emoción.
El Airamitæ levantó la cabeza con movimientos precisos, el sonido de los engranajes en su interior reverberando por la sala como un reloj gigante en marcha.
—Hemos encontrado un intruso mortal cerca de la torre —respondió Fares.
Geoffrey frunció el ceño, algo que rara vez sucedía. Aquella noticia lo sorprendió. Cada segundo en su dominio debía ser previsible, ordenado, y él había previsto que ese día solo recibiría la visita de Iyalske y Yewedchy, sus compañeros guardianes. Un intruso, y mortal, era algo inusual. Era... desconcertante.
—¿Lo han detenido? —preguntó con una frialdad calculada, esta vez fijando por fin sus ojos en Fares. La idea de un mortal escapando de su visión, de su control, le provocaba una inquietud inusitada.
—Sí, mi señor. Está bajo vigilancia, a la espera de sus órdenes —respondió Fares.
—Perfecto... —Geoffrey se levantó con calma, con la elegancia característica que lo rodeaba en todo momento. Dio cuatro pasos hacia el esclavo, colocando una mano sobre su hombro de madera. El gesto no era afectuoso, sino más bien una señal de control, como quien ajusta un reloj de precisión—. ¿Cómo es? El mortal —preguntó entonces, permitiendo que un atisbo de curiosidad cruzara su voz. Había algo que siempre le fascinaba de esos seres: la efimeridad de su existencia, y cómo, pese a ello, vivían con una intensidad que él nunca había comprendido del todo.
—Será mejor que lo vea usted mismo, mi señor —dijo Fares, su voz monótona, pero con un dejo de urgencia que Geoffrey no pasó por alto.
—Bien... tráelo a las puertas.
—Sí, mi señor.
Fares se inclinó nuevamente con la misma precisión mecánica de siempre, antes de desaparecer por completo tras la puerta, sus pasos resonando débilmente por los pasillos de la torre.
Geoffrey ajustó las solapas de su chaleco con movimientos pausados y meticulosos, abotonándolo con los botones de oro labrado, cada uno una obra de arte traída desde las tierras de la octava esfera. Sentía una leve inquietud que no solía acompañarlo. Un mortal en su torre... eso rompía el delicado equilibrio de su existencia.
Se acercó a un espejo de cristal pulido que colgaba en la pared, y pasó los dedos por su cabello oscuro, alisando los mechones rebeldes con una especie de nerviosismo contenido. Aunque su rostro permanecía imperturbable, una parte de él anhelaba ver con sus propios ojos a uno de esos seres de los que tanto había escuchado. Iyalske y Yewedchy habían compartido numerosas historias sobre ellos: criaturas avanzadas, inteligentes, llenas de potencial, pero también propensas a la crueldad y la autodestrucción. Geoffrey, sin embargo, nunca había tenido contacto directo con un mortal... hasta hoy.
Mientras esperaba que Fares regresara, su mente divagaba brevemente. Los mortales eran fascinantes, y ahora uno de ellos estaba aquí, cruzando los límites de su dominio, un lugar donde nunca debían haber llegado.
El guardián dejó escapar un suspiro suave, y miró una vez más hacia el horizonte a través de la ventana del salón, donde el mar estático permanecía en su usual calma inquietante, un recordatorio de los horrores y las verdades que guardaba en su interior.
"Hoy será un día diferente", pensó.
Los mortales le intrigaban profundamente. Había algo en ellos que se le escapaba, algo que su mente analítica no lograba desentrañar. No entendía cómo podían convivir dentro de ellos la bondad y la maldad, cómo encontraban placer en causar daño a sus semejantes, y mucho menos comprendía su incapacidad para resistir la tentación. Pero lo que más lo desconcertaba, lo que verdaderamente le resultaba incomprensible, era por qué las divinidades los despreciaban tanto. ¿Por qué aquellos que existían desde antes del tiempo les infligían sufrimientos inimaginables?