Clocks: La mirada del tiempo

03: La Llegada del Enigma

Una mujer. No era lo que había imaginado. Había esperado a alguien imponente, un hombre robusto y temerario quizás, con la ferocidad de aquellos que intentaban desafiar lo imposible, como tantas leyendas de mortales habían contado. Pero en lugar de eso, frente a él estaba una figura pequeña, delicada, una joven mujer de cabello corto, blanco con las raíces oscuras, con la piel pálida y rasgos suaves que, en ese momento, denotaban confusión y temor. Parecía frágil, casi etérea, como si estuviera fuera de lugar en ese espacio tan imponente.

Sus ropas estaban desalineadas, empapadas por el rocío de la brisa marina que llegaba desde el mar estático. Era evidente que no estaba preparada para este encuentro. No parecía un intruso calculado, sino alguien que, de alguna manera inexplicable, había sido arrastrado hasta allí. Y, sin embargo, había algo en ella que lo perturbaba, algo que no podía identificar. Algo que su control sobre el tiempo no había previsto.

La joven aparentaba tener entre veintidós y veintitrés años aguardaba. Frente a ella, el guardián del tiempo avanzaba con pasos lentos, una figura que, para los ojos de cualquiera, no pasaría de los treinta años. Sin embargo, su verdadera edad superaba por milenios la existencia de las estrellas y los mundos.

Ella lo observó de arriba abajo, desde las fibras oscuras de su cabello hasta la punta de sus zapatos. Él hacía lo mismo, evaluando cada detalle de su apariencia. A medida que se acercaba, ella sintió que su presencia era amenazante, aunque él mantuvo una expresión neutral, oculta tras unas gafas de cristales oscuros. Ningún rastro de emoción cruzaba su rostro; sin embargo, su mente estaba repleta de preguntas. Mirarla no era suficiente; necesitaba respuestas.

—¿Quién eres? —preguntó Geoffrey finalmente, con una voz baja pero firme, mientras avanzaba lentamente hacia ella, sus pasos resonando en el suelo de azulejos.

La joven lo miró, con ojos tan grandes que parecían abarcar todo el miedo y la curiosidad del mundo. Había algo en su mirada que lo hizo detenerse por un momento más, como si, por primera vez en siglos, no tuviera todas las respuestas. Ella no respondió de inmediato. Su respiración era rápida, casi agitada, como si aún tratara de procesar lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Miró a su alrededor, al gran salón, a los esclavos de madera y metal que la rodeaban, y finalmente volvió a fijar sus ojos en él. Había algo en esa mirada que lo inquietaba, algo que no había sentido en eones.

—Mi nombre es Laia —dijo la joven, con una voz que, a pesar de la situación, sonaba firme. Como si, de alguna manera, hubiera aceptado el caos que la rodeaba.

El nombre resonó en la mente de Geoffrey, pero no era solo la palabra lo que lo desconcertaba. Había algo en su presencia, en su forma de estar allí. Era un error, un quiebre en el tejido del tiempo, una distorsión que él tanto se esforzaba por controlar. Pero lo más extraño de todo era que no lo había visto venir. Esta mujer... no era parte del plan.

"¿Por qué está aquí?", pensó, su mente llena de preguntas.

—Laia... —repitió el guardián, dejando que el nombre flotara en el aire entre ambos, mientras su mirada se oscurecía detrás de las gafas—. ¿Qué haces aquí?

La joven abrió la boca para responder, pero, en ese preciso instante, algo cambió en el ambiente, una energía que ni siquiera Geoffrey pudo identificar de inmediato. Y en ese momento, supo que su vida, y el equilibrio del tiempo, estaban a punto de cambiar para siempre.

—N-no lo sé —fue todo lo que pudo decir.

El guardián suspiró, molesto por la falta de respuestas claras. Quizá la atmósfera imponente del salón, con los Airæmitas a ambos lados y el eco constante de los relojes, la perturbaba más de lo que había previsto. Elevó una mano con un gesto leve, y los guardias, humanoides de madera con rostros de relojes, se retiraron en silencio, cerrando las puertas del salón tras ellos.

—Sígueme —ordenó, sin siquiera mirarla. Con su andar firme y seguro, comenzó a subir las interminables escaleras de caracol que llevaban a su despacho. Cada pocos escalones, se detenía para esperar a la joven mortal, cuyos pasos eran erráticos, lentos y dubitativos, como si en cualquier momento fuera a tropezar. Las paredes de la torre estaban decoradas con retratos antiguos y relojes que marcaban diferentes épocas, pero el lugar transmitía una sensación de frialdad que Laia apenas podía soportar.

El guardián no decía una palabra. Su mente trabajaba rápidamente, intentando desentrañar el enigma de la aparición de esa mortal. Finalmente, tras varios minutos de subir, llegaron a una puerta de madera oscura, labrada con símbolos antiguos.

—Entra —dijo tajante, haciéndose a un lado para que Laia pasara.

Ella vaciló por un instante, evitando su mirada como si temiera lo que encontraría en esos ojos ocultos tras los lentes oscuros. Con pasos inseguros, cruzó el umbral, y al hacerlo, sintió como si todo el peso del mundo cayera sobre sus hombros. El despacho era grande, pero austero, una habitación sombría iluminada apenas por una lámpara de aceite. Un gran escritorio de madera oscura dominaba el espacio, lleno de documentos y relojes en diferentes estados de reparación.

El guardián la siguió, observándola con creciente curiosidad. ¿Qué tipo de criatura era esta? Parecía más una presa asustada que una amenaza. Todo en ella indicaba vulnerabilidad, desde su piel pálida hasta la manera en que sus dedos temblaban mientras se sentaba en una de las sillas, de espaldar recto y aspecto tan rígido como el propio guardián.




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