Clocks: La mirada del tiempo

05: Los guardianes del pasado y el futuro

El guardián del tiempo caminaba en círculos, trazando la misma ruta una y otra vez por la vasta sala de piedra. Su mirada, fija en sus zapatos, se deslizaba por los elegantes y finos detalles del cuero negro como si en ellos pudiera encontrar alguna respuesta. Afuera, los ecos de un universo que él controlaba con precisión reverberaban silenciosos, pero en su mente, el caos reinaba. Estaba absorto, revoloteando entre pensamientos sombríos, intentando hallar una solución a lo que se presentaba como un dilema imposible: devolver a esa humana —porque ya sabía lo que era— a su mundo, la Tercera Tierra. Pero cada solución que consideraba acababa en desastre. La mayoría de los medios para viajar entre dimensiones eran brutalmente incompatibles con el frágil cuerpo mortal de la joven. Sabía que los métodos de transporte para inmortales no solo destruirían su carne, sino que borrarían todo rastro de su existencia. Con cada opción que descartaba, la desesperación crecía en su interior, ahogándolo en el abismo de su mente.

Un estruendo rompió el silencio de la sala. La puerta se partió en dos con un golpe seco, pero el guardián, tan sumido en sus pensamientos, no lo notó. Tampoco vio al hombre grande que cruzaba el umbral con paso decidido: Iyalske, el guardián del pasado. Su imponente figura ocupaba el marco de la puerta rota, su barba y cabello de un rubio cenizo resplandecían bajo la luz tenue del salón. Llevaba un traje verde limón bordado con hilos de oro, que recreaban la imagen de criaturas fantásticas y ancestrales. Pájaros, reptiles, peces de otros mundos, y monstruos de formas deformes se entrelazaban en el tejido, sus ojos engarzados con pequeños diamantes que destellaban en la penumbra. En su cabeza, un sombrero de copa a juego, adornado con tuercas y perlas, dibujaba constelaciones en su ala ancha, como si llevara consigo un mapa del cosmos.

A su lado entraba Yewedchy, el guardián del futuro. Más joven y ligeramente más bajo, pero igualmente imponente. Su cabello negro caía en mechones desordenados, salpicado de hebras blancas que le daban un aire de sabiduría precoz. Su traje era de un azul profundo, con intrincados bordados plateados que evocaban un futuro de máquinas voladoras, estructuras imposibles y criaturas biomecánicas. Sobre su cabeza descansaba un sombrero en forma de hongo, decorado con pequeñas bujías que emitían un leve humo grisáceo. Cada detalle en su atuendo parecía estar diseñado para proyectar la imagen de un hombre que conocía los secretos del tiempo que aún no había llegado.

Iyals y Yew, ambos guardianes experimentados, eran los más cercanos compañeros de Geoffrey, el guardián del tiempo. Pero a pesar de su presencia imponente, Geoffrey continuaba caminando, ignorando el destrozo de la puerta y la irrupción de sus camaradas.

—Háblale tú —murmuró Yew, su voz suave, casi etérea, como el silbido de una brisa que anuncia una tormenta distante.

—¿Yo?— replicó Iyals, con su voz ronca y áspera, como el rugido de un trueno— Ya rompí la puerta, genio. Te toca a ti.

Aunque su tono era marcial, propio de un comandante de tiempos antiguos, su mirada reflejaba una preocupación genuina, oculta bajo la máscara de dureza que siempre llevaba.

Yew suspiró, resignado. Estaba a punto de replicar cuando Iyals le arrebató su sombrero hongo, levantándolo con una sonrisa amenazante.

—¡Está bien, está bien! Lo haré, solo no arruines mi sombrero— se apresuró a decir Yew, con un tono ligeramente tembloroso, aunque siempre suave. Recuperado su sombrero, Yew se recompuso y le lanzó una mirada a Iyals— Y no olvides que estamos en público— murmuró, señalando hacia Geoffrey.

Iyals dejó escapar una carcajada, profunda y resonante, pero Yew lo ignoró y se acercó al guardián del tiempo. Dudó por un momento antes de poner suavemente una mano sobre su hombro. Geoffrey saltó hacia atrás, profiriendo un grito ahogado, como si acabara de despertar de un sueño profundo y perturbador. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no los había oído entrar, ni siquiera había registrado el estruendo de la puerta al romperse.

Tras un par de segundos de silencio, Geoffrey se disculpó con una ligera inclinación de cabeza, recuperando su postura fría y controlada.

—No te preocupes, hombre. Mejor dinos por qué llevas caminando en círculos sin parar —dijo Iyals, sentándose con desparpajo en el borde del escritorio del guardián del tiempo, haciendo crujir la madera bajo su peso.

—Iyals tiene razón, —agregó Yew con una leve sonrisa— no contestabas a nuestros llamados. Tu esclavo nos dejó pasar y ni siquiera con el estruendo de la puerta despertaste de tu trance.

Geoffrey avanzó hacia su escritorio, apoyando ambas manos sobre él, como si se preparara para decir algo, pero sus labios permanecían sellados. Sus dos camaradas, conocedores de su comportamiento habitual, intercambiaron miradas. Algo estaba profundamente mal; Geoffrey casi siempre ofrecía esa frialdad calculada a quien lo mirase, pero ahora, su silencio era inquietante. Lo conocían lo suficiente para saber que en su interior se libraba una batalla.

—¿Podemos saberlo? —inquirió Iyals, con una voz más cautelosa, tanteando el terreno.

—Somos tus amigos —le recordó Yew, acercándose más, su sonrisa suave y sus palabras tranquilas, impregnadas de una bondad que irradiaba calma— Puedes confiar en nosotros.

En el interior de Geoffrey, el conflicto se intensificaba. Sabía que el tiempo y el espacio eran frágiles, terriblemente fáciles de alterar, y la presencia de la mortal en su torre ya era un desafío a las reglas del universo. Él conocía todas —o casi todas— las líneas del tiempo, tanto de su propio mundo como de muchos otros. Sin embargo, la joven no aparecía en ninguna de ellas. Solo podía significar una cosa: era una escogida. Y la mera idea de lo que eso implicaba le oprimía el pecho.




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