Iyals se levantó bruscamente del escritorio, un temblor recorriendo la pesada estructura de madera bajo su imponente figura. El movimiento repentino fue como un trueno en la habitación, rompiendo el silencio, y provocó que Yew se atragantara con el agua que bebía de una delicada copa de cristal. Tosió violentamente, con el sonido resonando en el aire cargado de tensión. Un silencio incómodo cayó sobre la sala mientras Iyals, con su habitual torpeza, le daba palmadas en la espalda a su compañero, cada golpe demasiado fuerte para ser un alivio verdadero. Solo cuando la tos finalmente cesó, el aire se sintió un poco menos opresivo.
—¡No puede ser! —exclamó Iyals, incapaz de ocultar la incredulidad que destilaban sus palabras—. Es imposible que un mortal haya llegado tan lejos, y menos aún una humana.
Sus ojos se entrecerraron, reflejando una mezcla de incredulidad y desaprobación, como si el solo pensamiento de que una mujer pudiera sobrevivir al desierto fuera una afrenta a las leyes de la naturaleza. El silencio que siguió fue casi sofocante.
Geoffrey, el guardián del tiempo, lo miró con frialdad, su semblante oscuro como un cielo antes de la tormenta. —Deja de lado el machismo, Iyals —gruñó con una molestia apenas contenida—. Eso no tiene nada que ver. Ni siquiera ella sabe cómo ni cuándo apareció en la Tierra sin tiempo.
El eco de sus palabras flotó en el aire cuando la puerta, que había quedado entreabierta, reveló una figura imponente. Fares, uno de los Airæmitas, emergió como una sombra corpórea en el umbral, con su rostro pétreo y sus ojos que parecían contener el mismo desierto en el que habían encontrado a la extraña. Sujetaba a Laia con fuerza por el brazo, sus dedos apretándose sobre su piel con la intensidad de un grillete invisible.
Con un gesto brusco y sin ceremonias, Fares se arrodilló ante ellos, arrastrando a Laia consigo. El tirón la hizo caer con torpeza, obligándola a inclinarse de manera humillante, y un débil quejido se escapó de sus labios cuando el dolor subió por su brazo. La tensión en el ambiente se volvió palpable, cargada de incertidumbre y curiosidad.
—Aquí está —anunció Fares con voz grave, casi indiferente—. La encontramos entre las dunas, sin rastros de cómo llegó allí.
Los ojos de Iyals y Yew se clavaron en Laia, un enigma viviente, mientras Geoffrey permanecía en silencio, observando todo con la intensidad de quien examina el flujo invisible del tiempo.
—Perfecto, Fares. Retírate —ordenó Geoffrey, su voz afilada como el filo de una hoja, sin molestarse en dirigirle una mirada.
Fares asintió en silencio, una sombra de deferencia inclinando su cuerpo. Tras una última reverencia a los tres guardianes, el imponente Airæmita salió de la sala, sus pasos resonando brevemente antes de desaparecer, dejando a Laia expuesta bajo el escrutinio de aquellas miradas que la envolvían como si la desnudaran lentamente. Iyals, Yew y Geoffrey la observaban en silencio, sus ojos reflejando curiosidad, frialdad y un interés velado.
Yew, con su acostumbrada caballerosidad que contrastaba con la gravedad de la situación, se adelantó, extendiendo una mano hacia Laia. Su gesto parecía una chispa de humanidad en medio de un ambiente gélido, cargado de tensión. Laia, aunque dominada por el temor que latía en su pecho, aceptó la mano que le ofrecían. En el breve momento en que sus dedos se rozaron, sus miradas se encontraron. Los ojos de Yew, de un profundo azul, brillaron con una intensidad casi sobrenatural por un instante, como si captaran algo más allá de la realidad inmediata, antes de que el destello se apagara tan rápido como había aparecido.
—Tiene un buen futuro —comentó Yew, su voz suave pero cargada de significados ocultos, mientras dirigía una sonrisa enigmática a Geoffrey, quien se acercó de inmediato, incapaz de ocultar su repentino interés.
—¿Puedes ver su futuro? —preguntó Geoffrey, con un leve temblor en la voz, luchando por mantener la calma. La ansiedad se filtraba por sus palabras, delatando la importancia que le daba a lo que Yew pudiera ver.
—Sí —respondió Yew, su sonrisa ampliándose, tornándose en algo más insondable, un matiz extraño que no pasó desapercibido para Geoffrey—. Pero no pienses que te diré algo.
Sus palabras fueron como un golpe en la tensión acumulada, un juego de poder que Geoffrey entendió de inmediato pero no pudo desenredar. Laia, mientras tanto, permanecía de pie, atrapada en el torbellino de palabras que no lograba comprender del todo. Era como si ellos hablaran de un destino que la envolvía, pero que ella no podía ver ni tocar, atrapada en una red de significados que escapaban a su control.
Geoffrey, sin poder apartar los ojos de Iyals, lo miró con la esperanza de obtener una respuesta. La mirada de Iyals, cargada de su habitual frialdad, respondió al gesto con un susurro de complicidad. Se tomó un instante antes de hablar, su voz resonando con un eco sombrío.
—Tiene un pasado trágico —dijo Iyals, y el brillo verdoso en sus ojos se intensificó mientras sus palabras se deslizaban como una verdad ineludible—. Padres separados, burlas, rechazo, decepciones amorosas... Mucho dolor y sufrimiento para alguien tan joven. Superación, pintura, alcohol... pero no puedo ver cómo llegó aquí.
El aire se volvió pesado, cargado con la sensación de un enigma sin resolver. La mirada de Iyals se desvaneció al apartarse de Laia, y con ello, el brillo de sus ojos se extinguió como si el poder que albergaban hubiera sido agotado momentáneamente. Laia, atrapada entre esas revelaciones que apenas comprendía, sintió una opresión en el pecho, como si el peso de su propio pasado volviera a ella con fuerza, pero aún más extraño era el futuro incierto que, al parecer, se tejía a su alrededor sin que pudiera verlo.