Clocks: La mirada del tiempo

07: El mar estático

El guardián yacía en su incómoda silla, inclinado sobre el inmaculado escritorio, donde su pluma negra se deslizaba con precisión sobre los formularios y reportes que debía completar antes del fin del día. Las responsabilidades lo abrumaban, pero su mente seguía regresando a la joven mortal alojada en la torre. La presencia de Laia complicaba las cosas. No debía estar allí, no debía existir en ese espacio fuera del tiempo, pero reportarlo a sus superiores significaría arriesgar su propia existencia. Geoffrey no estaba dispuesto a arriesgarlo todo por algo que no comprendía completamente... al menos no todavía.

Con un suspiro pesado, finalizó el último documento y jaló la palanca al costado de su escritorio. Un pequeño agujero negro apareció a su lado, tragándose los papeles en un abrir y cerrar de ojos. Geoffrey cerró los ojos por un instante, buscando una claridad que no llegaba. Su cabeza estaba llena de pensamientos que no podía procesar. Decidió bajar hasta la orilla del mar estático, donde las olas, oscuras y misteriosas, podían ofrecerle algo de paz, aunque fuera efímera.

Mientras tanto, Laia contemplaba desde la ventana de su habitación. Las nubes teñidas de verde y azul formaban un extraño pero hipnótico paisaje. Su pecho se apretaba de nostalgia al pensar en todo lo que había dejado atrás: amigos, familia, pequeños momentos de la vida cotidiana que no había sabido valorar. El cálido aroma del café, el sonido de su guitarra, la brisa ligera de Italia... todo lo que parecía insignificante ahora se sentía como un tesoro perdido. Pero más allá de la melancolía, una pregunta seguía retumbando en su mente: ¿Cómo había llegado a este lugar?

Cuando su mirada descendió hacia la playa, lo vio. Geoffrey caminaba solo, su figura alta y solitaria se destacaba entre la arena dorada y las olas inmóviles. El guardián del tiempo, siempre envuelto en un halo de misterio, parecía ajeno al mundo que lo rodeaba, como si estuviera perdido en sus propios pensamientos. Algo en su postura, en su silencio, la intrigó más de lo que hubiera querido admitir. ¿Acaso él sabría más de su llegada? ¿Qué secretos guardaba sobre su mundo y los otros? Laia sintió una necesidad repentina de saber, de entender lo que la conectaba a ese lugar y, tal vez, al hombre que ahora observaba.

La curiosidad la impulsó. Sin pensarlo demasiado, abrió la puerta de su habitación con sumo cuidado, asegurándose de que nadie la viera. Caminó de puntillas por los pasillos, la enorme estructura de la torre parecía más laberíntica a medida que avanzaba. El silencio era abrumador, roto solo por los ecos de sus propios pasos. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de temor y emoción se agitaba dentro de ella.

Pero pronto, la sensación de peligro creció cuando vio sombras en el pasillo. Los Airæmitas, los seres mecánicos encargados de vigilar la torre, se acercaban. Geoffrey había ordenado estrictamente que Laia no saliera de su habitación, y si la atrapaban fuera... no quería ni pensar en las consecuencias.

En su precipitación, Laia perdió el equilibrio, sintiendo cómo el mundo a su alrededor se volvía confuso y borroso. Cayó hacia atrás, con un sobresalto que la dejó sin aliento, hasta que su espalda chocó contra el tapiz que cubría una ventana sin cristal. Antes de que pudiera reaccionar, su cuerpo se deslizó hacia el vacío y, en cuestión de segundos, se precipitó hacia el exterior. El frío y oscuro mar estático la recibió con un abrazo que robaba el aliento, gélido y siniestro.

La caída fue rápida, pero el impacto contra la superficie del agua fue como un golpe seco, desgarrador. El agua negra, densa como alquitrán, quemaba su piel al contacto, abrasándola con una sensación sofocante y antinatural. No era una simple inmersión en agua helada; la textura del líquido era espesa, opresiva, como si estuviera rodeada de algo vivo y maligno. Laia pataleó con desesperación, sus movimientos frenéticos apenas lograban romper la viscosidad que la rodeaba.

Pero el agua no era el único enemigo. Desde las profundidades abismales del mar estático, surgieron garras oscuras, sombras vivientes que se enroscaban alrededor de sus extremidades, aferrándose a sus piernas, brazos y cintura con una fuerza aterradora. Sentía cómo la tiraban hacia abajo, hacia el abismo insondable, cada segundo más cerca de ser devorada por la oscuridad. El miedo se apoderó de su cuerpo, rígido y paralizado, mientras el aire en sus pulmones comenzaba a escasear. Cada vez le costaba más respirar, cada vez estaba más cerca de la asfixia.

Cuando pensaba que todo había terminado, cuando la desesperación se cernía sobre ella como un manto ineludible, unos brazos firmes la tomaron con fuerza. La conexión fue violenta pero salvadora, arrancándola de las garras que la arrastraban hacia las profundidades. Las sombras se desintegraron en un silbido sordo, y el lazo que la oscuridad había tejido a su alrededor se rompió, liberándola del abrazo mortal del abismo.

El agua explotó a su alrededor cuando Geoffrey emergió, llevándola consigo a la superficie. Laia tosió violentamente, sus pulmones llenándose de aire en una mezcla de alivio y desesperación. Geoffrey la arrastró hacia la orilla, su tacto fuerte y seguro contrastaba con la frialdad del agua que aún la rodeaba. Cuando finalmente llegaron a la cálida arena, Laia se dejó caer, exhausta y temblorosa. El sol cálido comenzaba a calentar su piel, pero su cuerpo aún ardía por el contacto ácido del mar estático.

Intentó agradecerle, pero las palabras murieron en su garganta cuando se giró hacia él. Geoffrey estaba empapado, su cabello pegado a la frente, sus gafas de cristal oscuro manchadas de agua y sal. La imagen de su salvador, tan cercano, la dejó momentáneamente sin aliento. Hubo algo en la intensidad de su mirada, una mezcla de frustración y algo más profundo, algo que ella no pudo identificar de inmediato. Y entonces, él rompió el silencio.




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