Clocks: La mirada del tiempo

09: El pueblo Airæmita

Más tarde, Laia y Naroa salieron de la torre sur para adentrarse en el pueblo Airæmita.

Al pasar frente a la playa del mar estático, Laia no pudo evitar detenerse por un momento. Algo en aquellas aguas negras, tan quietas como un espejo muerto, la llamaba. Sentía una fuerza invisible que la atraía, como si el mar la estuviera observando desde sus profundidades insondables. Se detuvo, mirando su reflejo por unos segundos. El aire alrededor era frío y denso, casi asfixiante, y aunque la sensación de inquietud crecía dentro de ella, Laia no pudo apartar la vista de las aguas hasta que, finalmente, se obligó a seguir su camino. Sin embargo, la extraña sensación de ser observada la acompañó en cada paso hasta que el mar estuvo fuera de vista.

Las viviendas, hechas de barro y roca trabajada, no mostraban más adornos que las chimeneas que emergían de los techos. Hombres y mujeres Airæmitas, vestidos con prendas de un cuero peculiar teñido en varios colores, llevaban diseños de engranajes y adornos en sus faldas y pantalones de tela color crema. Naroa le explicó que los colores de las vestimentas variaban según la edad: los mayores y niños usaban blanco, mientras que los adultos vestían verde oscuro, rojo, azul o negro, y los jóvenes, amarillo, verde y naranja. Laia recordó haber visto a Fares con ropa de color morado.

—Él tiene un rango distinto —explicó Naroa, su tono ligeramente más bajo mientras hablaba—. Es el esclavo personal del guardián del tiempo, así como yo lo soy de usted.

Cruzaron el pueblo, y Laia sintió inmediatamente el peso de todas las miradas. Los airaemitas la observaban con una mezcla de recelo y curiosidad, sus ojos recorriéndola de arriba abajo, como si jamás hubieran visto algo más extraño en sus vidas. Había algo en esas miradas que la hacía sentirse vulnerable, casi atacada. Aunque caminaba con la cabeza en alto junto a Naroa, la incomodidad era palpable, como si cada paso fuese un desafío.

—Creo que, fuera de los guardianes de las otras torres del tiempo y sus sirvientes, nunca habíamos tenido extranjeros aquí —comentó Naroa, sin dejar de sonreírle a las personas que pasaban, aunque con un destello de preocupación en sus ojos.

—Y vaya que soy extranjera —respondió Laia, intentando aliviar la tensión con una sonrisa irónica—. Una turista de otro mundo.

Tras una larga caminata, llegaron a una colina que daba a una vasta llanura repleta de plantaciones de lo que parecía ser trigo blanco. A lo lejos, varios airæmitas, vestidos de verde oscuro, trabajaban desyerbando y abonando los cultivos. Laia no podía evitar observarlos, y para su sorpresa, ellos también la miraban con igual atención, como si su presencia fuera tan intrigante para ellos como ellos lo eran para ella.

—Naroa, ¿ustedes también se alimentan de estos campos? —preguntó Laia, intrigada por lo que veía.

Naroa asintió con una sonrisa, algo en su expresión le hacía saber a Laia que aquello era parte de la vida cotidiana del pueblo. Laia, por su parte, comenzaba a convencerse más y más de que los airæmitas, a pesar de sus cuerpos de madera y engranajes, no eran simples máquinas. No podía definir exactamente lo que eran, pero había algo profundamente vital en ellos, algo que la hacía sentir que eran seres vivos, de una forma distinta.

—Obtenemos el noventa y nueve por ciento de lo que producimos aquí —explicó Naroa con naturalidad.

—¿Y Geoffrey se queda con el uno por ciento? —inquirió Laia, frunciendo ligeramente el ceño—. ¿No es muy poco para él?

—Nuestro señor es consciente de que él es solo uno, y nosotros somos miles —respondió Naroa, con un tono calmado—. Además, cada cierto tiempo nace un nuevo airæmita en las familias. El guardián Geoffrey es muy generoso al proporcionarnos semillas y abono traídos de otros mundos. Aunque, claro —añadió, con una ligera inclinación de la cabeza—, también es riguroso con sus normas, pero esas reglas son para nuestra protección.

Laia encontraba difícil creer en la "bondad" de Geoffrey. Aceptaba que fuera riguroso, eso lo había visto de primera mano, pero lo de ser bondadoso... le resultaba aún más improbable, casi imposible de imaginar.

En medio del campo, rodeada de aquellas miradas electrónicas que parecían vigilarla constantemente, dos ojos en particular captaron su atención. Eran inconfundibles. Naroa, al notar hacia dónde se dirigía la mirada de Laia, levantó el brazo en señal de saludo.

—¡Darir! —llamó con entusiasmo.

La joven airæmita, envuelta en un chal de un vibrante color naranja, les devolvió una sonrisa, pero algo en ella inquietó a Laia. Aquella sonrisa, que en otro momento le habría parecido amable, ahora le resultaba extrañamente falsa. Las dulces facciones de Darir ya no le parecían tan hermosas ni acogedoras. A su lado, apareció otro airæmita, un hombre cuya mejilla mostraba una parte del pómulo faltante, revelando un engranaje debajo de la piel de madera. Él también lanzó una mirada interesada hacia Laia antes de esbozar una sonrisa, casi idéntica a la de Darir. Sin decir nada, hizo un gesto con la mano para invitarlas a acercarse a una pequeña choza de piedra que se alzaba a un lado del camino.

—¡Naroa! —se saludaron con un toque suave en las yemas de los dedos y una ligera inclinación de sus frentes, un gesto que Laia interpretó como algún tipo de saludo tradicional entre ellos. El airæmita masculino volvió a posar su mirada en ella, con una intensidad que la incomodaba.




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