Estaba a punto de preguntar, pero un grito rompió el hilo de sus pensamientos.
—¡Naroa! ¡Aquí!
Laia y su esclava giraron hacia la fuente de la voz. Un joven Airæmita, quizás de la misma edad que Naroa, se aproximaba con una sonrisa radiante que parecía iluminar todo a su alrededor. Vestía un chaquetón de cuero amarillo canario, adornado con un intrincado grabado de relojes y engranajes oscuros que relucían bajo la luz. Su piel de madera, considerablemente más tostada que la de Naroa, parecía haber sido curtida por años bajo un sol implacable, dándole un aspecto firme y cálido a la vez.
Laia observó cómo el rostro de Naroa se transformaba al verlo, sus ojos brillaban con una alegría tan pura y sincera que era imposible no notarla.
—¡Marr! —exclamó Naroa, su voz vibrando con una emoción contenida que hizo eco en el aire.
Laia sonrió al presenciar el encuentro, el amor brillando de manera casi palpable entre ambos. En ese instante, un pensamiento profundo cruzó su mente: El amor escapa a la comprensión humana; aparece donde menos se espera, en formas que desafían la lógica y la razón.
—Naroa —la llamó suavemente, susurrando para no romper el momento, pero con la suficiente firmeza para captar su atención— Ve con él.
—¿Habla en serio? —Naroa titubeó, sus ojos buscando en el rostro de Laia alguna señal de burla o desaprobación, como si aquel gesto de libertad fuera demasiado generoso para ser cierto.
—Ve tranquila —repitió Laia con una sonrisa tranquila, cargada de complicidad— Sabes que siempre encuentro el camino de vuelta.
Naroa asintió, una gratitud silenciosa brillando en su mirada antes de que se apartara, agradeciendo en voz baja.
Con un abrazo agradecido, Naroa corrió hacia su amado. Laia suspiró con ternura al ver cómo se abrazaban, mientras sus pensamientos la arrastraban hacia su familia. Quizás no volvería a abrazar a su hermana, a su madre, o a su mejor amiga... o al hombre que amaba. La tristeza la invadió de repente, recordando a Geoffrey y a su amiga Olena. No obstante, la curiosidad la hizo alzar la vista, observando la orilla de un lago que parecía hecho de plata y metal derretido. No había notado el trayecto, perdida en sus pensamientos.
Primero contempló el paisaje: el agua plateada se extendía en el horizonte, cubriéndolo casi por completo. Se arrodilló junto a la orilla y observó su reflejo por unos segundos.
—Espejo —murmuró, dándose cuenta de la razón detrás del nombre del lago.
De repente, sintió una tremenda curiosidad por tocar esa mezcla de metal derretido, que parecía tan uniforme y, al mismo tiempo, turbia por la presencia, tal vez, de criaturas nadando en el fondo. Se miró a sí misma en el agua: su cabello había crecido unas pulgadas, y su piel parecía más pálida de lo que recordaba, consecuencia de sus días en la torre, sin suficiente luz solar. Observó sus ojos castaños, sus labios carnosos y la pequeña cicatriz casi imperceptible bajo su oreja. Lentamente, alargó su mano hacia el reflejo, deseando saber qué ocurriría si lo tocaba. ¿El líquido cubriría su piel?
Antes de que pudiera siquiera formular una respuesta, su reflejo se desvaneció momentáneamente, solo para reaparecer, esta vez acompañado por el rostro sereno de Yew, el guardián del futuro, justo a su lado en el espejo acuático. El desconcierto se apoderó de ella; se giró rápidamente, esperando encontrarlo físicamente cerca, pero la realidad la desarmó: no había nadie a su lado. Solo en la superficie del agua, el reflejo de Yew permanecía firme, con una sonrisa que irradiaba una paz abrumadora.
El escalofrío que subió por su columna vertebral era como una advertencia tenue, pero al volver a mirar el agua, la calidez en la expresión de Yew la tranquilizó, como si le ofreciera refugio en medio de la incertidumbre. Su voz, suave y envolvente, cruzó la distancia entre ambos como una brisa calma.
—¿Puedo preguntarte por qué estás aquí? —El tono no era inquisitivo, sino casi paternal, como si su simple presencia buscara desarmar sus miedos.
Laia lo miró, vacilante, antes de responder, como si la sinceridad fuera la única opción viable ante él.
—Solo quería conocer más el lugar donde estoy ahora —respondió, su voz apenas un susurro en el aire.
Yew asintió lentamente, su sonrisa inmutable, pero sus ojos brillaban con una sabiduría antigua.
—¿Sabes quién podría ayudarte a aprender sobre la doceava tierra? —preguntó, dejando caer la cuestión como si ya conociera la respuesta que florecería en su mente.
Laia sintió que la pregunta la desarmaba, la respuesta era evidente, y aun así, la sensación de que estaba a punto de adentrarse en un conocimiento más profundo la invadió por completo.
—No soy más que un problema para él —espetó rencorosa, mientras su reflejo le devolvía una mirada triste—. Para él y para su pueblo. Todos creen que soy la reencarnación de alguien que ya no existe. No sé qué piense él, pero no deseo quedarme ni un segundo más allí.
—No, Ly —la interrumpió Yew con una ternura infinita, como la de un padre ante una hija caprichosa—. Los Airæmitas solo son precavidos, quizá algo egoístas con los extranjeros, pero son muy amables una vez los conoces. En cuanto al guardián... eres algo nuevo para él, algo que escapa a su lógica. Eres humana, es natural que se muestre distante con lo que no comprende. No está acostumbrado a no tener control sobre su perfecto mundo.