Laia se dio cuenta de que últimamente todo en su vida parecía girar en una espiral de sucesos cada vez más extraños, como si el tiempo mismo se distorsionara a su alrededor. Lo que antes consideraba real ahora parecía fragmentarse, difuminado entre sombras y luces que no podía comprender.
Cruzaron el umbral de una elegante puerta que se cerró tras ellos con un leve eco. Laia apenas tuvo tiempo de admirar la inmensa sala antes de que sus ojos se posaran en una larga mesa, digna de la realeza, cubierta con seda en tonos turquesa y dorado. Los intrincados grabados de engranajes que adornaban las esquinas parecían moverse ligeramente con la luz de los candelabros, creando una ilusión casi hipnótica. Dos platos de plata, finamente decorados, aguardaban, dispuestos con una elegancia casi ceremonial.
Geoffrey, en silencio, se sentó en el extremo derecho de la mesa, ajustando su impecable traje negro. Sus gafas oscuras ocultaban sus ojos, pero Laia no pudo evitar notar un gesto de cansancio cuando se llevó una mano al puente de la nariz, como si un leve dolor de cabeza lo acechara. No hubo palabras ni cortesías; el ambiente estaba impregnado de una tensión sutil, densa, que parecía flotar en el aire. Laia, insegura, tomó asiento frente a él, el peso del silencio cayendo sobre ambos.
—Necesito un momento para ordenar mis pensamientos —dijo Geoffrey de repente, rompiendo el silencio, aunque sin mirarla directamente—. Lo que Yew e Iyals han descubierto es importante. Pero cenaremos primero.
Su tono era neutro, casi distante, pero había algo en la forma en que lo dijo que indicaba una tormenta interna, una lucha que él se esmeraba en ocultar. Laia asintió en silencio, sabiendo que no era el momento para preguntas.
Un Airæmita vestido de azul apareció en escena, sus movimientos precisos y silenciosos como los de una máquina bien afinada. Servía con una elegancia desapegada, casi mecánica, colocando frente a ellos un banquete singular: setas en una salsa morada y verde, acompañadas por una pasta azulada con pequeños granos blancos y nueces. El plato era visualmente desconcertante, una mezcla de colores que desafiaban lo habitual, pero el aroma era irresistible, envolvente, como una promesa de algo fuera de este mundo.
Laia tomó el tenedor de dos dientes, dudando un momento antes de probar las setas. El sabor la sorprendió: agridulce, embriagador, una mezcla de notas exóticas que nunca había experimentado. Cerró los ojos, saboreando lentamente, permitiéndose un breve respiro en medio del caos que se arremolinaba en su vida.
Al abrirlos de nuevo, Geoffrey la observaba en silencio. Su expresión era inmutable, casi impenetrable, pero algo en su mirada la hacía sentir expuesta, como si pudiera leer sus pensamientos. El rubor subió a sus mejillas de inmediato. Trató de centrarse en la comida de nuevo, pero la tensión en el aire hacía imposible ignorar su presencia.
Geoffrey pareció distraído al momento siguiente, su mirada fija en algún punto más allá de la ventana, como si viera algo que Laia no podía percibir. Sus pensamientos parecían pesarle más que nunca. De repente, como si el cansancio lo superara, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz. Al abrir los ojos, Laia se quedó congelada. Nunca lo había visto sin las gafas, y lo que vio la dejó sin aliento. Un ojo era de un turquesa intenso, atravesado por diminutas vetas doradas; el otro, un profundo marrón que parecía absorber toda la luz a su alrededor.
El tiempo pareció detenerse en ese instante. Había algo magnético en esa dualidad que la atrapaba sin remedio. Se sintió vulnerable bajo su mirada, como si esos ojos pudieran ver más allá de su piel, de sus pensamientos, hasta los secretos más profundos de su ser.
—No sabía... —murmuró Laia, su voz apenas un susurro—. Tus ojos...
Geoffrey inclinó ligeramente la cabeza, sorprendido de haber retirado sus gafas sin pensar. No había sido intencionado, y ahora, se preguntaba por qué lo había hecho en ese preciso momento. Una parte de él estaba fuera de control, desafiando sus propios principios.
—¿Te parecen extraños? —preguntó suavemente, sin apartar la mirada de la suya.
Laia negó con la cabeza, su corazón latiendo con fuerza, cada vez más consciente de la distancia que se acortaba entre ellos.
—No... son fascinantes —dijo, y un rubor más profundo subió por sus mejillas—. Como si escondieran secretos que nadie más pudiera ver.
Geoffrey dejó escapar una ligera sonrisa, apenas perceptible, pero cargada de algo más, una emoción que no había mostrado antes.
—Quizá algunos secretos no están destinados a ser revelados tan fácilmente —respondió con un tono más bajo, más íntimo.
El silencio que siguió no era incómodo, sino pesado de significados no dichos, de palabras que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar. Algo había cambiado en ese instante, algo que desafiaba las reglas que ambos conocían. Laia se sintió atrapada en su mirada, y aunque sabía que debía apartarse, su cuerpo se negaba a obedecer.
Finalmente, fue ella quien rompió el hechizo, levantándose apresuradamente.
—M-me retiro —dijo con la voz apenas audible, su corazón golpeando en su pecho.
Geoffrey no la detuvo, pero la siguió con la mirada mientras ella salía de la sala, sus pasos apresurados resonando en el eco del gran salón. Naroa, la Airæmita que la esperaba en la puerta, la siguió en silencio. Pero mientras caminaba por los interminables pasillos, Laia no podía apartar de su mente los ojos de Geoffrey, esa dualidad que parecía guardar más de lo que él mismo estaba dispuesto a admitir.