Clocks: La mirada del tiempo

14: Ecos en el Mar Estático

Laia caminaba con pasos ligeros, casi inseguros, hacia el borde del mar estático. El agua, inmóvil y brillante bajo la luz apagada del horizonte, parecía una extensión de cristal negro que no reflejaba el viento ni el tiempo. Geoffrey ya estaba allí, de pie, con la misma postura rígida que siempre. Su figura se recortaba contra el paisaje inmutable, un contraste entre lo efímero de los mortales y la eternidad que él representaba. El aire estaba lleno de una tensión que Laia aún no podía descifrar.

Se acercó despacio, sintiendo su propia torpeza en la quietud del momento. Geoffrey no se volvió de inmediato al escucharla llegar, pero ella sabía que había sentido su presencia, como si cada segundo que pasaba estuviera contado con precisión infinita.

—El mar no se mueve aquí —dijo Laia, rompiendo el silencio, más para sí misma que para él—. Es tan... inquietante.

Geoffrey asintió sin apartar la vista del horizonte.

—Es el reflejo de lo que no cambia —respondió él—. Un espacio donde el tiempo no puede tocar el agua.

Laia se detuvo a su lado, sintiendo la calidez que emanaba de él, a pesar de su comportamiento distante. Le echó una mirada curiosa, y sus ojos, aquellos ojos que tanto la desconcertaban, volvieron a capturarla. Uno turquesa, jaspeado de dorado como un atardecer sobre un océano, y el otro, un profundo marrón que parecía absorber toda la luz a su alrededor. Laia había intentado preguntarle sobre ellos antes, pero siempre se lo guardaba en el último segundo. Ahora, sin embargo, la atmósfera frente al mar estático parecía apropiada para revelaciones.

—Tus ojos... —dijo de repente, sin pensarlo demasiado—. Ya te he preguntado antes, pero nunca me contestas. ¿Por qué son tan diferentes?

Geoffrey finalmente giró la cabeza para mirarla. Su expresión era como siempre: seria, impenetrable. Pero había algo en la forma en que su mirada se detuvo en la de Laia, como si estuviera sopesando cuánto decir. El viento inexistente entre ambos hacía que cada palabra que dijera tuviera más peso de lo normal.

—Te lo dije una vez —replicó en voz baja, sin desviar la mirada—. El tiempo afecta de formas que no siempre son visibles. Algunos de nosotros llevamos sus marcas de maneras más... evidentes.

Laia frunció el ceño, su curiosidad empujándola a no conformarse con esa respuesta. Se acercó un poco más, notando cómo su proximidad alteraba el ritmo de su propio corazón. ¿Era solo su imaginación o Geoffrey también parecía más tenso?

—Eso suena como una excusa —se atrevió a decir, esbozando una pequeña sonrisa—. Hay algo más, ¿verdad? Algo que no quieres decirme.

El silencio que siguió fue casi insoportable, pero en lugar de sentirse avergonzada por ser tan directa, Laia sostuvo su mirada. Notó cómo sus ojos contrastaban tanto como su propia relación con él: una mezcla de lo que quería saber y lo que él prefería mantener oculto.

—No todos los secretos necesitan ser revelados, Laia —dijo al fin, su voz suave pero con la autoridad de alguien que ha vivido milenios—. Hay cosas que podrían cambiar tu percepción de lo que soy.

Laia dio un paso hacia él, no intimidada sino intrigada. Aunque Geoffrey seguía siendo el guardián del tiempo, con su porte solemne y su misión enigmática, por un breve instante pareció menos inaccesible. Ella le lanzó una mirada juguetona, tratando de aligerar la tensión.

—¿Y qué? ¿Tienes miedo de que te vea de otra forma? —susurró—. Ya veo quién eres, Geoffrey. El guardián del tiempo, sí, pero también alguien que... bueno, parece cargar con mucho más de lo que deja entrever.

El guardián desvió la mirada por primera vez, sus ojos fijándose en el mar, como si buscara algo en ese horizonte infinito. Laia se sorprendió al ver un destello de vulnerabilidad en su rostro. Y entonces, como si el mismo viento inexistente susurrara una verdad, él habló.

—Mis ojos son una advertencia —dijo, con una honestidad que hizo que Laia contuviera la respiración—. Una marca de lo que sucedió cuando dejé que mis emociones interfirieran con mi deber.

Laia abrió la boca para preguntar más, pero Geoffrey levantó una mano, su mirada volviendo a la suya. Ahora, ambos estaban más cerca de lo que nunca habían estado. Laia podía sentir su calor, la intensidad de esos dos ojos tan diferentes, como si ambos representaran mundos distintos atrapados en una misma alma.

—Si me sigues preguntando —advirtió con una leve sonrisa, la primera que ella le había visto—, podrías no gustar de las respuestas.

Pero Laia, aunque sentía su corazón acelerarse y el pulso en sus oídos, no retrocedió. Su curiosidad era más fuerte que cualquier advertencia.

—Entonces dime —dijo suavemente—. Déjame decidir por mí misma.

Geoffrey negó con la cabeza, desviando la mirada. El momento que había comenzado a formarse entre ellos se desvaneció en el aire, como si nunca hubiera existido.

—No insistas, Laia —dijo con una firmeza que dejaba poco espacio a discusión—. Hay cosas que no puedes entender... todavía.

Laia se mordió el labio, frustrada, pero antes de que pudiera seguir presionando, Geoffrey cambió de tema, mirando nuevamente hacia el mar estático.

—Hablando de cosas que no entiendes —dijo con una leve curva en los labios—, ¿recuerdas la primera vez que te caíste en el mar estático?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.