Laia estaba en su habitación, la que alguna vez perteneció a Olena. El lugar había estado tan vacío como el eco de una historia perdida en el tiempo, pero ella decidió darle vida. Con pincel en mano, sujeta una paleta de colores vibrantes mientras recorre las paredes con trazos audaces. En cada esquina surgían paisajes de su mundo, de los países que había visitado: las aguas azul cobalto de Venecia, los verdes valles de Suiza, las doradas arenas del desierto del Sahara. Cada pared era una ventana a un rincón distinto de su hogar.
A su lado, tan cubierta de pintura como ella, se encontraba Naroa, su compañera Airæmita. Sus manos de madera, salpicadas de color, se movían con torpeza pero entusiasmo. Naroa reía alegremente, maravillada por el contraste de los colores y los paisajes que jamás había visto.
—¡Mira este cielo, Laia! Nunca imaginé que algo pudiera ser tan azul —exclamó Naroa, con una mancha de pintura amarilla en la mejilla.
Laia, con un mechón de cabello teñido de un verde esmeralda por accidente, sonrió— ¿Verdad que es hermoso? A veces, extraño esos lugares más de lo que pensé que lo haría... pero me alegra compartirlos contigo.
Ambas estaban tan concentradas en su obra que no notaron la figura que se había detenido en la puerta. Geoffrey, el guardián del tiempo, observaba en silencio, sus ojos bajo las gafas fijos en la escena.
No era la primera vez que veía a Laia transformar algo, pero esta vez había algo distinto. Las paredes que ella estaba decorando no solo estaban llenas de color, sino también de vida. Cada pincelada parecía un rastro de su alma, una parte de su mundo que ahora quedaba plasmada en aquel lugar que había sido de su némesis.
El rostro de Geoffrey se mantuvo serio, como siempre, pero algo en sus ojos, en la ligera inclinación de su postura, revelaba una tensión bajo la superficie. Observó a Naroa, riendo despreocupada, una rara imagen en un mundo donde la seriedad predominaba. Sus manos, que llevaban el peso de los eones y las responsabilidades, permanecieron quietas mientras una sensación incómoda se colaba en su pecho.
Naroa soltó una risita antes de pintar una línea final en uno de los paisajes sobre la pared. Estaba absorta en su tarea, maravillada por los colores vibrantes que Laia había traído a esa habitación grisácea y vacía. Ambas trabajaban sin descanso, sus ropas cubiertas de manchas de pintura, las paredes transformándose lentamente en ventanas a otro mundo: montañas nevadas, ríos caudalosos, el bullicio de calles antiguas de ciudades que solo existían en el mundo de Laia.
—¡Nunca he visto algo así!— exclamó Naroa, maravillada ante la energía creativa de su amiga.
—Son todos lugares a los que fui alguna vez —explicó Laia, sonriente—Quiero que esta habitación se sienta... viva, aunque haya estado vacía tanto tiempo.
Naroa asintió, riendo mientras hacía otra pincelada, cuando de pronto un cambio en la atmósfera la hizo detenerse. Una sombra se proyectó en la entrada. Naroa giró la cabeza rápidamente, y al ver al guardián, su expresión cambió drásticamente. Los colores en su rostro se desvanecieron, sus ojos se abrieron en pánico.
—Señor... yo... perdone... yo... no sabía que...— balbuceó, limpiándose las manos llenas de pintura en su ropa de manera torpe, buscando una excusa.
—Vete —ordenó Geoffrey con voz firme, aunque sin levantar la voz.
Naroa asintió rápidamente, inclinando la cabeza antes de salir apresurada, las tuercas ensortijadas de su cabeza levemente erizadas, dejando a Laia sola frente a la mirada oculta del guardián. La puerta se cerró con un suave clic, y el silencio cayó sobre la habitación.
Laia, con un nudo en el estómago, sintió el peso de la tensión entre ellos. Geoffrey no decía nada, simplemente permanecía allí, sus lentes oscuros ocultando cualquier pista de sus emociones. Ella se aclaró la garganta, nerviosa.
—Estaba... —comenzó, aunque la timidez la hizo detenerse por un momento— estaba pintando los lugares que más me han marcado en mi vida —dijo finalmente, señalando la pared frente a ellos, cubierta por una vista panorámica de un atardecer en algún rincón montañoso.
Geoffrey dio un paso más cerca, sin decir nada, su atención fija en las imágenes. Laia sintió su corazón acelerarse. No sabía qué esperaba de él. ¿Aprobación? ¿Curiosidad? Pero su expresión, oculta tras esos cristales negros, era impenetrable.
—Este de aquí es Venecia —continuó ella, señalando otro de los paisajes— Pasé muchos años de mi vida en esa ciudad. Fue lo primero que quise pintar, para sentirme un poco más cerca de casa.
Geoffrey giró levemente la cabeza hacia esa sección, pero permaneció en silencio. Laia sintió que cada palabra que decía caía en un abismo insondable. La presencia del guardián era intensa, y la falta de una respuesta hacía que cada segundo se volviera más pesado. Sin embargo, ella continuó.
—Y... esta es la isla de Creta— añadió, señalando otra parte de la pared. —Siempre soñé con ir allí... Nunca lo logré, pero quería verlo al menos en estas paredes.
El silencio del guardián la envolvía como una marea. Sus ojos, escondidos tras esas gafas oscuras, parecían analizar cada detalle, pero sin revelar lo que pensaba. Laia sentía su presencia como un juicio silencioso, y aunque no había dicho una sola palabra crítica, la tensión era casi sofocante.