Clocks: La mirada del tiempo

16: La cercanía del guardián

Laia estaba sentada al borde de la ventana, su cuerpo ligeramente inclinado hacia el abismo que se extendía más allá de la torre. Las piernas colgaban despreocupadas en el aire, como si la caída anterior hubiera sido solo un eco lejano. Su espalda se apoyaba contra el tapiz que cubría la ventana, ocultando parcialmente su figura del frío viento nocturno. Más allá de sus pies, el mar estático brillaba en la oscuridad, un espejo perfecto del cielo estrellado que lo sobrevolaba. El horizonte parecía infinito, como si no existiera una verdadera línea que separara cielo y agua. Todo estaba en un silencio pesado, pero en ese silencio, Laia encontraba un extraño consuelo.

Su mirada se perdía en la vastedad de las estrellas. No pensaba en nada en particular, o tal vez pensaba en demasiadas cosas a la vez. En su hogar, en Venecia, en los airaemitas que la habían recibido con miradas curiosas. Pero, sobre todo, pensaba en el guardián del tiempo. Había algo en su quietud, en la severidad con la que observaba el mundo, que la inquietaba y la atraía al mismo tiempo. Se preguntaba qué verían sus ojos detrás de esas gafas oscuras, cómo sería para él vivir en este lugar sin fin, sin el paso del tiempo como lo conocían los mortales.

Suspiró, perdiéndose en esos pensamientos, cuando un leve movimiento detrás del tapiz la sacó de su ensimismamiento. No tuvo tiempo de girarse antes de sentir una mano firme sobre su hombro. Se sobresaltó levemente, el corazón le dio un vuelco al sentir la repentina presencia a su lado.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Geoffrey, su voz baja y controlada, pero con una ligera sombra de preocupación que atravesaba su tono habitualmente sereno.

Laia se relajó al reconocerlo, aunque su corazón seguía latiendo con fuerza en su pecho. La presencia del guardián del tiempo era como un ancla en medio de la vastedad que se extendía a su alrededor, su mano aún sobre su hombro, transmitiendo una firmeza que la hacía sentir, de alguna manera, más conectada a la realidad.

—Solo... observaba —murmuró ella, su voz aún algo entrecortada por la sorpresa de su repentina cercanía—. Es tan tranquilo desde aquí. Casi... irreal.

Geoffrey no respondió de inmediato. Sus ojos, siempre ocultos tras las oscuras gafas de cristales negros, seguían clavados en ella, inmóviles, como si el peso de su preocupación fuera lo único que mantenía ese momento suspendido en el aire. Laia sentía la intensidad de su mirada, aunque fuera imposible verla directamente. ¿Qué pensamientos cruzarían por su mente en ese instante? ¿La consideraba una intrusa en su mundo, alguien que había traspasado límites que no comprendía? O tal vez, la veía como una pieza frágil, vulnerable en un lugar lleno de sombras y peligros desconocidos.

—Te podría haber ocurrido lo mismo otra vez —dijo al fin, su voz cargada de una advertencia sutil, refiriéndose al momento en que ella había caído al mar estático.

Laia lo miró de reojo, sus pensamientos regresando a ese instante, y sintió el calor persistente de la mano de Geoffrey sobre su hombro. Había algo en ese contacto que no solo la tranquilizaba, sino que también la envolvía en una tensión palpable, una mezcla de protección y cautela que él no podía ocultar. Ella podía percibir el peso de cada uno de sus gestos, la seriedad con la que los realizaba, pero también un trasfondo más profundo que él parecía empeñado en disimular.

—No iba a caerme otra vez —respondió, intentando suavizar el ambiente con una tímida sonrisa que apenas alcanzaba a romper la rigidez del momento.

—No puedes estar segura de eso —replicó él, con la misma calma habitual que le caracterizaba, aunque el leve apretón de sus dedos sobre su hombro revelaba que esa calma era solo una máscara. No la soltó.

El viento soplaba suavemente a través de la ventana abierta, agitando los mechones de cabello de Laia. Ella desvió la mirada de él, volviendo a observar el mar estático. Era difícil concentrarse con la cercanía del guardián, con la firmeza de su mano todavía conectada a ella. Sentía el calor de su tacto, algo que no había esperado de alguien tan distante y contenido.

—Este lugar... —comenzó a decir Laia, casi en un susurro—, es como si el tiempo no existiera. Como si... estuviera atrapada entre dos momentos. Arriba, el cielo; abajo, el reflejo del cielo. Pero, entre los dos, estoy yo. Y tú.

Las palabras salieron más profundas de lo que pretendía. Geoffrey permaneció en silencio, pero esta vez su mano se deslizó lentamente de su hombro, dejando una sensación extraña, como si le faltara algo. Laia giró un poco el rostro hacia él, lo suficiente para ver cómo la miraba, o al menos, cómo la analizaba desde detrás de esos cristales oscuros.

—Este lugar no es para mortales —murmuró él, su voz suave pero cargada de advertencia— El mar estático no olvida lo que guarda en su fondo. No es un reflejo vacío, Laia. Es una prisión. Un eco de lo que fue, de lo que alguna vez existió y pereció allí.

Laia tragó saliva, recordando la sensación de haber sido arrastrada la vez que cayó. Como si el agua la hubiera reclamado por un instante, hasta que Geoffrey la sacó. El viento volvió a agitar el tapiz tras ellos, y por un momento todo quedó en calma.

Laia observó cómo él parecía prepararse para irse, pero una pregunta había estado rondando su mente desde hacía tiempo, y ahora, con la tensión suspendida entre ellos, sintió que era el momento de hacerla.

—¿Cuánto tiempo ha pasado ya desde que llegué aquí? —su voz, suave, casi se desvanecía en el aire pesado que los rodeaba, cargada con una mezcla de timidez y curiosidad latente, como si la pregunta que había evitado por tanto tiempo finalmente hubiera encontrado su salida.




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