Clocks: La mirada del tiempo

17: Reflejos de un Mundo

Sin esperar una respuesta, Geoffrey se dio la vuelta y salió de la estancia. Laia, algo desconcertada, lo siguió sin pensarlo demasiado. Subieron escaleras angostas que parecían no tener fin, cada paso resonando suavemente en las paredes de piedra mientras ascendían hasta lo alto de la torre. Geoffrey no pronunció una palabra, pero su presencia, firme y silenciosa, era suficiente para que Laia sintiera que algo importante estaba por suceder.

Finalmente, llegaron a un balcón amplio, rodeado por una barandilla de hierro adornado. Un frío aire nocturno la envolvió, y frente a ellos, el cielo se desplegaba en toda su majestuosa inmensidad. En el centro del balcón había un telescopio grande y ornamentado, con intrincados grabados en su superficie metálica, y engranajes que parecían moverse solos, como si tuvieran vida propia.

—Un telescopio —murmuró ella.

—Algo parecido —contestó Geoffrey, su voz grave como el eco de una verdad lejana.

—Imagino que inviertes mucho de tu tiempo aquí, ¿no es cierto? Yo lo haría.

Geoffrey se acercó al telescopio y señaló hacia la lejanía, hacia una estrella azul brillante que resaltaba entre las demás.

—Mira —le dijo—. Esa es tu galaxia.

Laia, intrigada, se acercó al telescopio y apoyó el ojo en el visor. Al principio, solo vio un pequeño punto iridiscente en medio de la vasta oscuridad. Era apenas un fragmento de luz, una mota insignificante a esa distancia. Mientras ella observaba, Geoffrey comenzó a ajustar los engranajes del telescopio, sus manos moviéndose con la precisión de quien ha repetido el proceso innumerables veces.

—Hace mucho tiempo —dijo Geoffrey en voz baja, como si hablara consigo mismo—, el Padre Tiempo me contó una historia sobre las estrellas. Dijo que cada una de ellas es un testigo inmortal, una chispa que ha visto más de lo que jamás imaginaremos. Y que, aunque parecen fijas y distantes, están en constante movimiento, en una danza interminable.

Laia lo escuchaba, absorta, mientras la imagen en el telescopio se aclaraba y las estrellas comenzaban a girar suavemente, iluminando el firmamento con un fulgor hipnótico.

—Las estrellas no siempre fueron tan distantes —continuó Geoffrey—. Hubo un tiempo, hace eones, en que las estrellas y los mundos que las rodeaban estaban tan cerca unos de otros que el cielo era un tapiz vibrante de luz y color, y las criaturas del cosmos podían viajar entre ellas con solo desearlo. Pero con el tiempo, el universo se expandió, y las distancias se hicieron insalvables. Todo quedó separado, y los seres que alguna vez compartieron esos viajes se convirtieron en simples recuerdos. Solo los guardianes, como yo, y las estrellas, recordamos cómo fue.

Laia, aún con el ojo en el telescopio, sintió una oleada de melancolía al escuchar esas palabras. Era como si Geoffrey estuviera compartiendo un lamento antiguo, una tristeza escondida detrás de sus palabras controladas. Pero también había una belleza en su relato, un eco de lo que alguna vez fue, que resonaba con la vastedad del universo que tenía frente a sus ojos.

—Es increíble pensar que todas esas estrellas... —susurró Laia— ...vieron tanto. Que lo que ahora vemos es solo un reflejo lejano de lo que una vez fue.

Geoffrey asintió, aunque ella no lo vio. Su mirada se perdió en el cielo, como si también estuviera buscando algo entre las constelaciones.

—Lo que ves desde aquí —dijo Geoffrey, su voz más suave— es solo una fracción de lo que realmente existe. Tu galaxia es apenas un destello, una luz más en la vasta oscuridad. Pero para ti, para los tuyos, es todo lo que conocen. Una pequeña chispa en medio del infinito.

Laia no pudo apartar los ojos del telescopio, maravillada por lo que veía. Sentía la enormidad del universo, la pequeñez de su propia existencia, pero también una conexión profunda, como si, a pesar de la distancia, fuera parte de algo mucho mayor.

—Es hermoso —murmuró, más para sí misma que para él.

Geoffrey, que había estado ajustando los engranajes en silencio, se detuvo por un momento, y en el aire denso de la noche, entre el viento frío y el susurro del universo, hubo una pausa. Parecía que las palabras de Laia habían atravesado esa barrera invisible que él siempre mantenía. Pero en lugar de responder, simplemente la dejó mirar, permitiéndole sentir ese instante bajo la infinita noche estrellada.

Laia se quedó sin aliento, sus ojos aún fijos en la imagen que el telescopio le ofrecía, un espectáculo que parecía imposible de abarcar en su totalidad. Sentía el peso de la inmensidad y, al mismo tiempo, la maravilla de haberla visto tan de cerca. Sin apartar del todo la vista del cosmos, susurró, casi con incredulidad:

—Gracias... No puedo creer lo que estoy viendo.

Mientras la joven seguía observando, Geoffrey, en un impulso que apenas comprendió, dijo en un tono bajo pero claro:

—Esa misma belleza la veo en ti, Laia. —dijo, sus palabras escapando de sus labios casi sin que lo notara— Eres pequeña en comparación con las estrellas, pero igual de significativa. Pequeña criatura humana, nacida de un punto de luz, distinta y a la vez tan preciada para la línea del tiempo.

Laia, sorprendida, apartó sus ojos del telescopio y lo miró directamente. Su corazón dio un vuelco al escuchar esas palabras inesperadas, tan diferentes del tono serio y distante que Geoffrey solía mantener. En ese momento, él se dio cuenta de lo que acababa de decir, y su expresión cambió rápidamente. La incomodidad lo invadió, desviando la mirada mientras el silencio se hacía más denso entre ambos. Hizo un amago de levantarse, buscando una salida antes de que el momento se volviera aún más extraño.




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