El despacho del guardián era un lugar imponente, rodeado de relojes y artefactos que marcaban el tiempo en sus distintas formas: péndulos, engranajes, arenas movedizas y esferas celestes girando en ciclos exactos. Laia estaba sentada en una de las sillas de respaldo alto, frente a Geoffrey, con las manos apoyadas sobre su regazo. La luz de la lámpara oscilaba, arrojando sombras danzantes por toda la habitación y resaltando los detalles en el rostro del guardián: su ceño siempre levemente fruncido, sus ojos escondidos tras las gafas, y el apretado nudo de su corbata negra que parecía tan inflexible como él mismo.
—Siempre me ha fascinado cómo el tiempo aquí en la Torre parece diferente, —comentó Laia en voz baja, con un tono de reflexión—. A veces siento que puede detenerse por completo y, otras, que se precipita más rápido que en cualquier otro lugar.
Geoffrey mantuvo la mirada en un reloj de péndulo al fondo de la habitación. Parecía medir cada palabra antes de soltarla, como si incluso en la conversación quisiera mantener el control absoluto.
—El tiempo aquí no obedece las mismas reglas, —respondió con su habitual serenidad—. Por eso se llama el mundo sin tiempo. Aquí los minutos, las horas, todo es maleable, en cierto modo, pero nunca deja de avanzar. Incluso cuando parece detenido, siempre está en movimiento.
Laia asintió, mordiéndose ligeramente el labio. Le gustaba escucharlo hablar, aunque fuera con esa reticencia característica. No estaba ahí para desafiarlo ni para cuestionar sus palabras, sino para entender mejor el lugar que habitaban juntos. Le inspiraba una profunda admiración el dominio que tenía sobre el tiempo, aunque él siempre se mantuviera a una distancia emocional segura, sin mostrar más de lo estrictamente necesario.
—Nunca he entendido cómo el tiempo puede fluir de maneras tan distintas —dijo Laia, rompiendo el silencio cuando el guardián ya había acabado. Su voz era curiosa, casi juguetona—. Aquí, en la Torre, parece detenerse y, al mismo tiempo, avanzar sin detenerse jamás.
Geoffrey desvió la mirada hacia un antiguo reloj de péndulo en la esquina de la habitación. La madera oscura parecía haber absorbido siglos de historia y el sonido del tictac reverberaba en el aire, llenando cada espacio con su incesante cadencia.
—El tiempo no es una constante, —replicó con voz baja y medida—. Cambia según dónde y cómo lo observas. En esta Torre... —hizo una breve pausa— nos comportamos como sus guardianes, pero también somos sus prisioneros.
Laia ladeó la cabeza, observando el gesto contenido con el que él se expresaba, siempre con una distancia medida, como si temiera que cualquier palabra de más pudiera romper algún hechizo que mantenía el equilibrio. Ella no pudo evitar recordar la noche anterior, cuando, impulsivamente, le había besado los nudillos en un gesto de gratitud. Geoffrey no se había inmutado entonces, pero en sus ojos había percibido algo que no era capaz de explicar. ¿Una vulnerabilidad oculta? ¿Un rastro de deseo?
—Debe ser muy solitario, entonces, —dijo ella en voz baja, mirando directamente a sus ojos—, vivir con el tiempo pero sin tenerlo realmente.
Geoffrey sostuvo su mirada por un instante que pareció eterno. Sus labios formaron una fina línea y su mano, la misma que ella había besado, se cerró involuntariamente en un puño. Podía sentir todavía la suavidad de los labios de Laia sobre su piel, una sensación persistente que le resultaba extraña y perturbadora. Había pensado en ello más de lo que estaba dispuesto a admitir. No entendía por qué ese simple gesto le había afectado tanto; era una simple mortal, después de todo, pero había conseguido atravesar las barreras que tanto había trabajado por mantener en pie.
—El tiempo no tiene sentimientos, —respondió con frialdad, casi para convencerse a sí mismo—. No le importa si estás solo o acompañado, si eres feliz o miserable. Es indiferente a nuestras pequeñas vidas.
Laia se recostó hacia atrás, cruzando los brazos sobre su pecho. No se sintió intimidada por la respuesta cortante; de hecho, le provocó una leve sonrisa. Sabía que detrás de esa fachada de dureza había mucho más. Geoffrey no era insensible, eso lo había comprobado durante sus múltiples conversaciones, incluso si él mismo no lo aceptaba. En un pasado, incluso, tuvo algo con esa Olena, Lady time, que tanto se hablaba.
—Aun así, —dijo finalmente, levantando la vista para mirarlo con calidez—, me alegra que no tengas que ser el guardián solo. Que, al menos por un tiempo, alguien pueda acompañarte en esta Torre.
Geoffrey mantuvo la expresión serena, aunque su mirada se suavizó levemente. No podía negar que su presencia había traído un cambio a su vida, una especie de perturbación que, contra todo pronóstico, no era del todo desagradable. Recordó el gesto de aquella noche, el beso en sus nudillos, y sintió una leve incomodidad mezclada con algo más. Sabía que debía mantener la distancia, que la naturaleza de su deber le exigía no involucrarse emocionalmente, pero algo en la manera en que Laia lo miraba, en su gentileza y respeto, lo desarmaba de forma inesperada.
—Es... reconfortante —admitió en voz baja—. Tener una conversación de vez en cuando con alguien que no sea uno de los esclavos o de Yew e Iyals, siempre peleándose aunque sea hablar sobre algo tan mundano como el tiempo.
Laia sonrió con suavidad. No esperaba más de él; en realidad, sabía que cualquier respuesta ya era suficiente. Geoffrey no era un hombre de muchas palabras, ni de mostrar sus emociones de manera evidente. Sin embargo, en esos momentos, en sus pequeñas concesiones, Laia percibía algo parecido a la cercanía, una conexión silenciosa que no necesitaba ser nombrada.