Geoffrey escuchaba la voz preocupada de Fares mientras avanzaban juntos por los campos de los Airæmitas. El viento mecía suavemente los dorados tallos de las cosechas, creando una ilusión de paz en el paisaje, pero las palabras de Fares no hacían más que intensificar la sensación de inquietud en el guardián.
—Las ondulaciones han vuelto —dijo Fares, frunciendo el ceño—. Son suaves, endemoniadamente suaves, señor. Diría que casi imperceptibles... ¡pero están ahí! El mar estático no debería moverse en absoluto. Algo lo está alterando, mi señor.
Geoffrey apenas asintió, su mirada perdida más allá de las cosechas. A lo lejos, entre los campos dorados, divisó a Laia ayudando a Naroa en la recolección. El cabello blanco de Laia, brillando bajo la luz del sol, se destacaba entre las sombras de las espigas. Sin embargo, algo en sus movimientos delataba una distracción, una ausencia. Geoffrey la observó más detenidamente y siguió la dirección de su mirada. El mar estático se extendía más allá de los campos, con su superficie en calma rota por las leves ondulaciones que Fares había mencionado.
Laia lo contemplaba con fijeza, como si buscara respuestas en su reflejo negro como el abismo. Como si intentara pescar alguna diferencia o la simple línea oscura la atrajese. O tal vez intentara descifrar algún mensaje oculto en ese mar que nunca debería agitarse.
—Mi señor, ¿me está escuchando? —insistió Fares, sacándolo de sus pensamientos.
Geoffrey no apartó la vista de Laia, tan atenta que parecía una estatua decorativa, pero respondió a Fares con un tono que llevaba consigo una sombra de preocupación. No era nada bueno que hubieran ondulaciones en el mar.
—Estoy escuchando —dijo Geoffrey—. Y también estoy viendo.
Fares, que había notado la intensidad de su mirada hacia Laia, no pudo contener sus pensamientos. Sus palabras surgieron en voz baja, con advertencia y un atisbo de preocupación.
—Mi señor se ha apegado mucho a esa mujer —opinó el esclavo, con la frente de madera arrugada y el tono grave—. No es sano para usted, ni para el pueblo, volver a poner su confianza en una de ellas... Recuerde lo que pasó antes.
Geoffrey sintió el peso de aquellas palabras, pero no respondió de inmediato. El viento seguía susurrando entre los tallos dorados, pero ahora, la calma aparente que había sentido al observar a Laia se había roto. La sombra del pasado se cernía sobre él, un recuerdo que no podía desvanecerse tan fácilmente.
Finalmente, habló, su voz más fría de lo que él mismo había anticipado.
—No es lo mismo, Fares —dijo, casi con sequedad—. Laia no es como Olena.
Fares bajó la mirada, aunque el ceño seguía fruncido en una mezcla de resignación y descontento.
—Mi señor, con todo el respeto que sus eones le ameritan... Pero eso decíamos antes también —murmuró, apenas audible—. Y mire lo que pasó.
Geoffrey cerró los puños, aunque su expresión no se alteró. Las palabras de Fares eran como pequeñas estacas clavándose en viejas heridas que nunca habían cicatrizado por completo. Sabía que el esclavo no hablaba desde la malicia, sino desde el temor, desde la prudencia nacida de la experiencia, pero aquello no lo hacía menos doloroso.
Geoffrey dirigió una última mirada hacia Laia, que seguía trabajando entre las cosechas, ajena a la conversación que se desarrollaba entre ellos. Algo en ella despertaba una nueva clase de inquietud en su interior, una suave angustia, una emoción que luchaba por reprimir. Y aunque la comparación con Olena resultaba inevitable, sentía en sus entrañas que esta vez era diferente. Quería que fuera diferente.
—Fares, ocúpate de tus asuntos —ordenó finalmente, sin levantar la voz pero con un tono que dejaba claro que no estaba dispuesto a continuar con la conversación.
Algo se movía en las profundidades del pasado, y Geoffrey no podía ignorarlo por más tiempo.
El guardián observó cómo Naroa se alejaba junto a Marr, dejando a Laia sola en medio del campo. Aunque sus manos seguían ocupadas cortando el trigo, su mente parecía estar a kilómetros de distancia, vagando más allá de la superficie del mar estático. Alrededor de ella, los demás Airæmitas trabajaban en silencio, concentrados en su tarea, ignorando la presencia de la solitaria figura que parecía apartada, no solo físicamente, sino también en espíritu.
La inquietud creció en el interior de Geoffrey, una sensación persistente de que la mirada de Laia hacia el mar estático ocultaba más de lo que parecía a simple vista. Despidió a Fares con un gesto firme, sin darle lugar a preguntas.
—Ve con ellos, Fares. Yo me ocuparé aquí —ordenó, su tono implacable.
El esclavo asintió, reacio pero obediente, y se retiró para seguir a Naroa y Marr que se apartaban juntos del grupo, dejando al guardián solo con sus pensamientos. Geoffrey respiró hondo, y mientras el viento volvía a acariciar los campos dorados, su mirada regresó al horizonte, donde según su esclavo estaban naciendo ondulaciones.
Esperó hasta que estuvo completamente solo antes de avanzar entre los campos, sus pasos tranquilos y deliberados. El susurro del viento entre los tallos de trigo parecía acompañar su caminar, una melodía suave y constante que llenaba el silencio.
Finalmente, se detuvo a unos pasos de Laia. Ella no lo había notado aún; estaba inmersa en el movimiento rítmico de la hoz, cortando las espigas de trigo con una precisión casi automática. Geoffrey la observó por un momento más, su silueta pequeña pero firme, antes de llamarla con una voz suave, inusualmente cálida.