Clocks: La mirada del tiempo

21: Destino confuso

Laia caminaba despacio por los vastos pasillos de la torre, sus pasos resonando suavemente contra las paredes de piedra. Entre sus manos, sostenía el reloj que Geoffrey le había dado, un artefacto pesado y frío, pero que de alguna manera la reconfortaba. Sus dedos trazaban los contornos del intrincado diseño en la tapa, mientras su mente, inevitablemente, volvía a él. La imagen de Geoffrey se colaba en sus pensamientos: su seriedad implacable, sus ojos ocultos, y esa mezcla de misterio y vulnerabilidad que había empezado a notar en él.

Absorta en esos pensamientos, Laia desvió su camino sin darse cuenta. En lugar de dirigirse a sus aposentos, sus pies la guiaron hacia el despacho de Geoffrey, una decisión impulsiva que no pudo evitar. Había algo en él que la atraía, una curiosidad que no dejaba de crecer.

Al llegar a la puerta, no necesitó llamar. La encontró entreabierta, como si esperara a ser cruzada. Geoffrey estaba de pie frente a la puerta negra que comunicaba con las aguas de sabiduría, la misteriosa sala que él custodiaba con tanto recelo. Su silueta recortada por la luz tenue del lugar proyectaba una sombra larga y solemne, como si él mismo formara parte de la antigua estructura.

Laia se quedó en silencio por un momento, observándolo desde el umbral. Finalmente, su presencia interrumpió sus pensamientos, y Geoffrey se giró lentamente hacia ella.

—¿Laia? —preguntó con calma, sin mostrarse sorprendido.

Ella bajó la mirada un instante antes de responder.

—Perdón por interrumpir, no quería... —comenzó, pero no terminó la frase, nerviosa por lo que podría haber irrumpido. Geoffrey, sin embargo, dejó de lado cualquier gesto solemne. Se acercó y, con una pequeña inclinación de cabeza, le dijo:

—No te preocupes. No interrumpes. ¿Te gustaría acompañarme en el balcón?

Antes de que Laia pudiera responder, Geoffrey ya se dirigía hacia la pequeña mesa de té que había junto a la ventana. Eso no estaba antes, de eso ella estaba segura, talvez el guardián se estaba dejando cambiar con el tiempo, por primera vez en eones. Con un gesto sutil, le ofreció una taza.

—¿Té? —dijo con una leve sonrisa.

Laia asintió, aceptando la invitación. Ambos salieron al balcón, donde una brisa suave jugaba entre las cortinas, y las vistas infinitas del horizonte más allá de la torre se desplegaban ante ellos. La torre se elevaba por encima de todo, ofreciendo una perspectiva única, casi etérea.

Mientras Geoffrey le servía el té, Laia se acomodó en una de las sillas de piedra y tomó un sorbo, sintiendo el calor del líquido en sus manos. Durante unos momentos, ninguno de los dos habló. Se limitaron a escuchar el viento y a observar cómo las sombras se alargaban sobre las montañas lejanas.

—He pensado mucho en ti —dijo Laia, rompiendo el silencio finalmente, su voz apenas un murmullo. Geoffrey la miró, aunque no respondió de inmediato.

Ella continuó, mirando el reloj que aún sostenía.

—Este reloj... ¿Por qué me lo diste?

Geoffrey tomó un sorbo de té, y su mirada se volvió más reflexiva.

—Es más que un simple reloj. Es un recordatorio —respondió, mirando hacia las lejanas tierras que se extendían más allá del balcón—. Donde estés, mientras lo tengas, yo estoy contigo en el tiempo que circula en tu interior, en el espacio y en cada circunstancia. Tiene energía infinita y un suave contador de eones, por eso tiene tantas manecillas... No se ha detenido desde que lo hice... Ni siquiera recuerdo hace cuanto. Es un recordatorio de que el tiempo es más frágil de lo que parece, pero también una herramienta. Puede ayudarte a entender lo que está en juego, a medir tu propio destino.

Laia lo miró, un tanto perpleja por sus palabras.

—¿Mi destino? —preguntó.

—Todos estamos sujetos a él, incluso yo, aunque lo vigile. —Geoffrey hizo una pausa, dejando que sus palabras resonaran en el aire—. Pero a veces, lo que decidimos hacer en un momento específico puede alterar más de lo que imaginamos.

Laia se perdió en sus palabras, preguntándose si Geoffrey también estaba hablando de sí mismo.

A medida que la conversación continuaba, ambos se sintieron más tranquilos. Geoffrey se permitió relajar la postura, como si en la intimidad de ese momento pudiera olvidar brevemente la carga de su responsabilidad. Laia, por su parte, encontraba consuelo en su cercanía, aunque el misterio que rodeaba al guardián continuaba fascinándola y desconcertándola a partes iguales.

La conversación entre ellos fue relajándose poco a poco, y aunque el tono solemne del principio seguía presente, pronto se encontraron compartiendo un par de risas. Laia había logrado arrancar una sonrisa genuina a Geoffrey al contarle una anécdota sobre uno de los esclavos Airæmitas y su torpe intento por comunicarse con ella en un dialecto arcaico que apenas entendía mientras le daba una flor del desierto. Geoffrey, que raramente permitía que sus emociones afloraran, dejó escapar una risa suave, sorprendido por la ligereza que Laia le traía a esos momentos.

—Es curioso, no pensé que serías alguien que disfrutaría este tipo de historias —dijo Laia, con una sonrisa traviesa en los labios.

—Aun no sabes nada de mi, Laia... —respondió Geoffrey, con una mirada que la analizaba, pero con cierta calidez en su voz.




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