Clocks: La mirada del tiempo

23: Una luz

Laia parecía haber vuelto a su actitud de antes, perdonándolo en silencio de alguna forma y simulando que hace unos días no estuvieron a nada de hacer el amor en su balcón. Ella caminaba con pasos ligeros a su lado, ajena al peso que cargaba Geoffrey en su pecho, casi despreocupada en su observación del paisaje que los rodeaba. Él no dejaba de recordar y anhelaba tanto volver a tocarla, que las manos le temblaban.

El cielo, pintado con los tonos cálidos del atardecer, se reflejaba en los ojos de la joven, dándole un brillo que contrastaba con la oscura inquietud que envolvía al hombre a su lado. No era consciente de las tensiones invisibles que parecían enredarse en el aire entre ambos, o quizá prefería no notarlas, sumergida en su propia fascinación.

Finalmente, llegaron al borde del lago espejo, y el brillo plateado del agua parecía llamar a Geoffrey, atrayendo sus pensamientos con una fuerza inexorable. Fue entonces cuando, casi sin darse cuenta, empezó a hablar.

—Es tan hermoso aquí —comentó Laia con una sonrisa suave—. He escuchado que los Airæmitas están preparando una celebración en honor al tiempo. Coincidirá con la siega y la cosecha de los cultivos. Un festival que conmemora la creación del primer Airæmita.

Su voz era tranquila, casi como si compartiera un secreto personal. Geoffrey, sin embargo, permanecía en silencio, su mirada fija en algún punto distante, ausente. Laia, sin desanimarse por su falta de respuesta, continuó, dejando que el silencio se llenara de sus palabras.

—Siempre me ha intrigado esa historia. Me encantaría asistir —dijo mientras lanzaba una mirada rápida hacia él, buscando alguna señal de interés—. Me gustaría saber más sobre ellos... cómo los creaste. Es fascinante pensar que fue tu mano la que les dio vida.

Geoffrey apenas escuchaba. Su mente estaba atrapada en los recovecos de su propio dolor, en las decisiones que había tomado, en las que aún debía tomar. Pero las palabras de Laia, sus preguntas inocentes, poco a poco lo forzaban a regresar a ese momento, a ese lago que reflejaba no solo el cielo, sino también los secretos que Geoffrey mantenía enterrados en lo más profundo de su ser.

—Los Airæmitas no fueron más que experimentos al principio —dijo, su voz ronca por el esfuerzo de abrirse—. Estructuras humanoides de madera, articuladas por engranajes y pistones. Algo mecánico, funcional... sin alma. Les vestí en cuero para protegerlos de los elementos, pero no eran más que herramientas. En su momento tuve que hacerlos más resistentes con el propósito de ser armas de guerra. Eventualmente eso también pasó y, pasaron a ser un pueblo de sirvientes silenciosos.

Laia lo escuchaba con una atención que comenzaba a parecerle extraña. Había algo en su mirada que no solo reflejaba curiosidad, sino una profunda empatía. Ella absorbía cada palabra como si fueran piezas de un rompecabezas, tratando de comprender lo que para él era un fragmento de su pasado, pero para ella, una historia fascinante. Ese detalle lo desconcertaba, aunque no podía detenerse.

—Pero entonces, algo sucedió —continuó Geoffrey, esta vez sin poder evitar que su voz bajara en tono, casi como si revelara un secreto que preferiría no compartir—. No sé cuándo ni cómo, pero... comenzaron a cambiar. Con el tiempo, algunos de ellos desarrollaron conciencia. Algo que jamás debió haber ocurrido.

Se detuvo, sintiendo la opresión en su pecho crecer, como si el aire se tornara más denso a su alrededor. Los recuerdos de esos días lo embargaban, arrastrándolo hacia un mar de incertidumbres que nunca había resuelto. Laia, con sus ojos atentos y su expresión serena, lo miraba sin parpadear.

—Dentro de sus cajas torácicas... empezó a formarse una luz. Algo que parecía... un alma —continuó con un susurro, como si la mera palabra le resultara imposible de pronunciar—. Artificial, claro. Pero viva de alguna forma. Brillaba como una estrella atrapada en una cárcel de madera y metal. Algo en su interior comenzó a latir. Algo que no era mecánico.

Las palabras flotaban en el aire, impregnadas de una extraña mezcla de maravilla y tragedia. Geoffrey mantenía la mirada fija en el agua, como si temiera encontrar en los ojos de Laia el reflejo de algo que no quería ver. Pero ella estaba inmóvil, sus pensamientos cautivados por las revelaciones que Geoffrey compartía con un dolor silencioso que solo ahora empezaba a asomar.

—Es increíble —murmuró Laia después de un momento, con la voz teñida de asombro—. Algo que parecía imposible... sucedió bajo tus manos.

Geoffrey sintió cómo el nudo en su garganta se apretaba más, la angustia volviendo a su pecho con fuerza. La mirada de Laia lo atravesaba, como si viera más allá de sus palabras, más allá de las creaciones de las que hablaba. Era como si su interés en los Airæmitas fuera solo una excusa, una puerta hacia algo mucho más profundo.

Y entonces sucedió. Laia, sin saberlo, lo miró de una forma que encendió algo en él, el deseo de antes, el anhelo de su piel. La dulzura en su expresión, la pureza de su curiosidad, se sentía como un espejo cruel que reflejaba todo lo que él había perdido, todo lo que había sacrificado. La certeza de lo que debía hacer lo golpeó como una ola helada.

Geoffrey respiró hondo, cerrando los puños mientras apartaba la mirada del lago, y con un tono que parecía rozar el borde del arrepentimiento, habló una vez más.

—Laia... —comenzó, pero su voz se quebró ligeramente antes de recuperar su firmeza—. Hay cosas que no puedes entender. Cosas que nunca deberías tratar de entender.




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