El silencio crecía mientras Laia se internaba en el lago, el agua cristalina rozándole los tobillos, luego las rodillas, hasta que el frío líquido le llegaba a la cintura. Sus ojos permanecían fijos en su propio reflejo, que danzaba sobre la superficie como si fuera plata líquida, un espejo perfecto que devolvía su imagen, distorsionada apenas por los suaves rizos del agua. Todo parecía tranquilo desde su perspectiva, ajena a la inquietud que empezaba a consumir a Geoffrey.
Él, sin embargo, no podía apartar la mirada de las sombras oscuras que comenzaban a moverse bajo la superficie del lago. Los monstruos del lago, antiguos habitantes de esas aguas, se deslizaban con sigilo a los costados de Laia, como espectros que acechaban en las profundidades, sus formas apenas perceptibles. No eran más que siluetas distorsionadas por el agua, pero Geoffrey sabía muy bien lo que eran: criaturas ancestrales, silenciosas y despiadadas.
Sus cuerpos enormes, con tentáculos que se deslizaban por el fondo del lago, acariciaban el agua alrededor de Laia con movimientos sutiles, casi calculados, como si estuvieran evaluando su presa antes de atacar. Geoffrey tragó saliva, sus manos tensas a los lados, debatiéndose entre gritarle a Laia para que saliera o mantener el control, sabiendo que cualquier movimiento brusco podría despertar la furia de esas bestias.
Laia, completamente ajena a lo que sucedía bajo sus pies, sonrió con suavidad, perdida en la belleza de su propio reflejo. El agua que parecía metal líquido reflejaba el cielo y las nubes arriba, la orilla y su propia persona.
—Me pregunto qué historia contendrán estas aguas —murmuró, pensando distraídamente en las del mar estático, cuyo recuerdo no se apartaba de su mente.
Cada palabra suya resonaba en la mente de Geoffrey como un eco distante, incapaz de desconectarse del peligro inminente. La sombra de uno de los monstruos pasó tan cerca de ella que el agua ondeó suavemente alrededor de su cintura, pero Laia no lo percibió. Ella seguía avanzando más adentro con pasos suaves. Abajo, en el lecho, rocas metálicas servían de asidero a sus pies y pequeños peces se entrechocaban con sus piernas haciéndole cosquillas. Las criaturas la acechaban, sus formas apenas visibles, desplazándose lentamente, rodeándola con una calma engañosa, casi letal.
Geoffrey apretó los puños, su corazón acelerado, pero no dijo nada. El peso de la decisión lo aplastaba: Laia debía completar la tarea, debía continuar, cuando llegara a lo más hondo la misma corriente del interior de las aguas la arrastraría al fondo donde los monstruos se darían un festín con su carne exótica. Aunque cada segundo que pasaba en el agua la acercaba más al peligro, Laia estaba en la feliz ignorancia de andar suavemente sin pensar demasiado. Por otro lado, los ojos de Geoffrey nunca se apartaron de las sombras que danzaban a su alrededor, ni de la figurita de Laia que brillaba bajo la luz suave, vulnerable e indefensa.
Por un momento, Laia levantó la mano del agua y dejó que algunas gotas cayeran de nuevo, salpicando suavemente la superficie del lago. Cada gota que caía parecía reverberar en los oídos de Geoffrey, como si el sonido mismo pudiera despertar a las criaturas. Sonaban como tintineos, como dejar caer alfileres en una placa de metal, solo que líquido. Era algo confuso pero fascinante. Y entonces, como si pudiera sentir su angustia, Laia se volvió ligeramente hacia él, curiosa ante su silencio.
—¿Geoffrey? —susurró—. ¿Por qué estás tan serio? ¿Todo está bien?
La expresión de su cara delataba mucho, fruncía profundamente el ceño y apretaba los puños, en tensión absoluta. Él, incapaz de apartar la mirada de las bestias bajo el agua, simplemente asintió, pero su voz sonó rota, como si estuviera atrapada en su garganta.
—Sigue caminando, Laia —ordenó, con un tono firme que intentaba ocultar el miedo—. No te detengas.
—¿Tengo que buscar algo en el fondo o algo así?
—Sigue caminando.
Laia lo miró, dudando por un segundo ante la severidad en su voz. El lago parecía pacífico, incluso bello, pero la expresión en el rostro de Geoffrey la hizo retroceder ligeramente, con el instinto de que algo no estaba bien. Sin embargo, confiaba en él, y por ello dio un paso más hacia adelante, sumergiéndose un poco más en ese espejo líquido que, sin que ella lo supiera, contenía horrores que acechaban a su alrededor.
Geoffrey se quedó unos segundos más observándola, inmóvil al borde del lago, con el ceño fruncido y los ojos entornados, como si intentara capturar cada detalle de ella. Para este punto, el agua plateada brillaba a la luz del atardecer, acariciando suavemente la piel de Laia, y su cabello teñido, húmedo por la brisa, caía en suaves ondas sobre sus hombros. Había algo en su inocencia, en la manera en que seguía sus órdenes sin cuestionarlas, que lo perturbaba profundamente.
Tan patética, pensó, mientras una mezcla de desprecio y amargura revolvía su estómago.
Había algo en la forma en que Laia confiaba en él que le recordaba lo frágil que era, lo dependiente de las promesas que él nunca había tenido la intención de cumplir. Pero incluso con esa fragilidad, con esa confianza ciega en él, había algo que lo retenía, un hilo fino que le impedía romper el equilibrio.
La imagen de su cabello ondeando en el agua, su figura delicada entre las sombras de las criaturas que acechaban, le hizo recordar la promesa que le había hecho. Esa promesa que, al principio, no era más que una formalidad, una mentira dicha para tranquilizarla: que la regresaría con bien a su planeta, a su hogar, lejos de todo lo que ahora la rodeaba. Y sin embargo, ahora esa promesa pesaba en su conciencia de una manera que nunca antes había sentido.