Bestia

Quise golpear la mesa, pero no servía de nada.
Desde mis pantallas lo vi todo: la llamada cortada, el móvil arrancado de sus manos, una bofetada... Y Lucía, inmóvil. Como una estatua rota.

El novio gesticulaba con violencia. Probablemente escupía insultos, prohibiciones. Revisó la pantalla, desconcertado. Después salió del cuarto con un portazo seco.

Las cámaras me devolvieron la imagen del pasillo. Lo vi cruzar la otra sala, aún con el teléfono en la mano.

No podía contactar con Lucía. ¿Qué narices podía hacer ahora? ¿Presentarme allí con un bate de béisbol? Seguro se me caería en un pie. Ni falta haría que ese tío me tocara para caer derrotado.

Recordé los marcos de la puerta temblando tras el portazo. No solo por la fuerza. También porque no había cerrado con llave. Por suerte, yo guardaba las grabaciones desde que empecé a sospechar.

Avancé en las imágenes. En todas las veces que entraba y salía nunca echó la llave. ¿No había cerrojo? ¿Lucía creyó todo este tiempo que estaba encerrada y solo era una ilusión?

La idea me horrorizó. Siempre pensé que la Bestia, en el cuento de Disney, no era un animal herido, sino un opresor disfrazado. Un narcisista. Ella nunca fue libre: su bondad la mantuvo en prisión. Y los "entrañables" sirvientes eran como esos familiares que prefieren la mentira cómoda al horror verdadero.

Me decidí. Iría hasta allí. Tal vez me quedara paralizado. Tal vez, en un descuido, podría susurrarle a Lucía que atravesara la puerta. No lo sabía. Pero tenía que encontrar la dirección.

Abrí los registros. Paquetes que rebotaban una y otra vez antes de llegar a destino. Como un túnel mal configurado. Una chapuza. Había huecos por todas partes.

Me aferré a esa grieta. Crucé la dirección con las torres de telefonía más cercanas. Pronto tuve un área concreta: un polígono industrial medio abandonado en las afueras. Gris. Olvidado incluso por Google Maps.

Llené la mochila: una bolsa de Doritos, un Red Bull y el móvil con las cámaras ya trasvasadas.
Cogí las llaves del coche y salí.