Deambulaba por los pasillos de la uni. Bajo el brazo llevaba un par de decenas de libretas de notas, en las manos fotocopias para el próximo seminario, y en la boca los restos de un sándwich asqueroso de la cafetería, que supuestamente debía sustituir el desayuno y la comida. Encantada de conocerte: Yana Gorrión en todo su esplendor. Aquí debería ir una descripción de mi aspecto, pero, debido a mis problemas de autoimagen, temo provocar asociaciones equivocadas. Mejor vuelve a mirar la portada: sí, esa que sonríe soy yo. ¿De qué estábamos hablando? Me perdí… Perdón, no todos los días escribes un libro sobre ti misma. Ah, ya recordé…
Me asomé a otra aula, esperando encontrar allí al profesor que necesitaba. Pero no… también vacía. A ver, decidme: ¿qué pájaro carpintero me picoteó la cabeza cuando, en primero, acepté ser delegada de grupo? Con la emoción postsecundaria yo —joven e ingenua— decidí demostrar mis dotes de liderazgo, destacar (léase “presumir”) entre mis compañeros y ganarme ese cargo tan “honorable”. Ay… no salió como esperaba. Ser delegada no es prestigio, es una condena. Te conviertes en guardiana de las llaves de las aulas, en asistente personal de los profesores y, a veces, en mediadora entre ellos y los que faltan a clase, cuando estos quieren “arreglar las cosas discretamente”. Pero lo peor es que debo cargar con este yugo hasta graduarme: los demás también entendieron lo ingrato que es el título de delegada y no hay súplica capaz de convencerlos de reemplazarme. Bueno, ya me quejé, y hasta siento un poco de alivio. Al fin y al cabo, no falta tanto: empezó el cuarto curso, luego un año y medio de máster y… adiós a la esclavitud.
Vi a mi compañera. Victoria estaba sentada en el alféizar de la ventana, pintándose los labios mientras miraba a la cámara frontal del móvil.
—¡Hola! —grité, para que me hiciera caso.
La chica comprobó desde varios ángulos si el labial estaba bien aplicado y solo entonces contestó:
—Hola —suspiró, agitando sus largas pestañas—. ¿Qué quieres, Gorrión?
—¿No has visto a Antón Pávlovich?
—¿Y ese quién es?
Rodé los ojos. Y luego esta gente, en plena época de exámenes, exige que les consiga una nota decente.
—Nuestro tutor, por si no lo sabías.
—¿Y yo tengo que saberme todos los nombres? ¿Ese alto y flacucho? No, no lo vi.
—Vale. No te molesto más…
—Gracias.
Faltaban unos minutos para la siguiente clase. Aún podía revisar un par de aulas, pero de repente me quedé clavada, incapaz de moverme. ¿Conocéis esos momentos de película en los que, en cámara lenta, pasa el guapo del campus junto a la protagonista? El mundo se detiene, los sonidos desaparecen y él, bañándose en la luz del sol, la mira de reojo y sigue caminando. Pues algo muy parecido me pasaba a mí cada vez. Máxim Bykov: mi adicción absoluta. Parecía perfecto de pies a cabeza. Diosito se lució cuando lo creó. Rostro, cuerpo, magnetismo: todo diseñado para destrozar corazones femeninos. Yo no podía apartar los ojos, disfrutaba del instante y de las miles de mariposas erizando mi piel. Solo faltaba poner música romántica de fondo… Pero, en vez de eso, escuché la risa burlona de Vika.
—¡Cierra la boca, Gorrión! —gritó justo en mi oído.
Volví a la realidad y me refugié enseguida en mis apuntes. Una multitud ocultó a Max, y la magia se desvaneció.
—Te lo imaginaste… —murmuré—. Ni siquiera lo miraba.
—Anda ya. Durante mi relación con Max me acostumbré a las fans como tú.
¿Fan? Pues no… Yo solo… solo estaba un poquito enamorada. Desde hacía un año. O dos. Y en los breves intervalos en los que Maxim Bykov no tenía novia, sufría, digamos, recaídas de mi “diagnóstico”.
—¿Y por qué lo dejasteis? —pregunté de golpe.
Los ojos de Vika se abrieron como platos. Claramente no esperaba semejante descaro.
—No es asunto tuyo —bufó. Luego ladeó la cabeza y, con un toque de compasión en la voz, añadió—: Pero puedo darte un consejo, por los viejos tiempos.
—¿Cuál?
—No pierdas el tiempo. Ese no es de tu liga.
Oh, claro. ¿Qué más podía esperar? Tal amistad, tal consejo.
—No me sorprendes.
—Digo la verdad. Yo lo conozco bien… Salimos seis meses. Max elige chicas de las que pueda presumir con sus amigos. Chicas que den envidia. Y tú… tú solo das lástima.
—¡Mentira! —levanté la barbilla y eché los hombros hacia atrás. Mis libretas cayeron al suelo de inmediato, y mientras intentaba atraparlas, mis fotocopias volaron por el pasillo. Sí, nada mejor para demostrar confianza en una misma.
Vika, con toda la calma del mundo, se agachó a mi lado.
—Sex appeal y gracia, todo en un mismo frasco —asintió—. Yo que tú me buscaría pareja en Biología o en Química. Allí hay tanto empollón que se harían pis de la emoción si una chica les dirigiera la palabra. Inténtalo, Gorrión, quizá tu destino ya te esté esperando.
—Qué bonito subir la autoestima burlándose de los demás… —escupí entre dientes.
—Oh, ¡y hasta hablas como una empollona!
Con los dientes apretados por la rabia, le arranqué las libretas de las manos. Que no espere más favores: sus faltas irán directas al registro. Con bolígrafo. Me puse de pie, me subí los pantalones y miré el reloj.
—Lamento cortar esta fascinante charla —le solté—. Tengo demasiado que hacer.
—¿Te ofendiste? —preguntó sorprendida.
—No, me encanta escuchar lo desastre que soy.
—Yo no dije eso. No eres un desastre… —Vika se quedó callada, buscando cómo suavizar su ataque—. Digamos que eres… de gusto adquirido. Y Max valora los cánones de belleza más estándar.
—¿De consumo masivo?
—¡Eh, cuidado con las palabras! —exclamó, aunque sonrió—. Solo comparto mi experiencia.
Y entonces una idea brillante estalló en mi cabecita. Es cierto: nadie conoce a un chico mejor que su ex. Vika no era mi enemiga, era una fuente de información. ¿Por qué no aprovecharla? Después de todo, el tiempo corre. Llevo tres años observando a Bykov sin atreverme a actuar. ¡Y él ya está en último curso! Un poco más y nuestros caminos se separarán para siempre…