Club Del Enigma

CAPITULO 3 ANOMALIAS

Aquella voz seguía siendo un enigma para mí, me llenaba de preguntas sin ofrecer ninguna respuesta clara.

Era la primera vez que algo así ocurría, yo siempre me consideré un bicho raro y por primera vez en todos estos años había la posibilidad de que alguien fuese más extraño que yo y no quería desaprovechar dicha oportunidad.

Cómo si todo fuese planeado en los siguientes días no divisé a Eli por ningún rincón de la escuela, pregunté por ella pero cada vez que me dirigía dónde supuestamente le habían visto fallaba en verle, como si ella fuese un fantasma atravesando paredes para desaparecer ante mi.

Si quería respuestas, tendría que esforzarme más. Tal vez Eli se movía con la sigilosidad de un gato, pero aquel chico… tal vez él no contaba con tal habilidad. Tal vez, solo tal vez, sería más fácil dar con él.

-hablas de Aaron - dijo una de mis compañeras a la cual le había descrito a quien buscaba con exactitud- no lo encontrarás en el patio, siempre está en su club

-tiene un club?-pregunte

-si, es como de ciencia ficción creo - menciono con desinteres- pero si lo buscas estoy segura que lo encontrarás allí.

Tercer piso a la derecha y sin rampas de acceso, cuando hablaba de esforzarme claramente esto era desafío.

De algo estaba segura si caminaba solo un par de escalones terminaría desvaneciendo me nuevamente y no sabia si correría con suerte nuevamente.

Me baje de la silla y me senté en el escalón, de esa forma podía ayudarme con mis brazos a ir escalón por escalón, suena una tarea agotadora pero debía llegar a ese sitio.

Aaron no se movería hacia mí por voluntad propia. Entonces no me quedaba otra: debía acorralarlo, enfrentarlo.

No habría tregua, no habría errores. Solo la determinación de quien no tiene otra opción.

-Qué crees que haces? —fue entonces que, al levantar la vista, lo vi.

Reconocería esa voz ronca y serena en cualquier lugar; no había podido sacarla de mi mente ni un solo instante.

—Te buscaba… ¿no es obvio? —sonreí, aunque estaba claro que a él no le hizo ni pizca de gracia.

-No tenemos nada de qué hablar —solo lo vi dar la vuelta y caminar en dirección contraria.

—¡Espera! —grité, con un hilo de desesperación, mientras intentaba ponerme de pie, aferrándome al borde de la escalera.

—¿Qué quieres? —preguntó, seco.

—Yo tengo un secreto… y tal parece que tú también —lo miré fijo, pero su rostro no mostraba ninguna expresión—. No busco entrometerme en tu vida, pero…

—Pero eso haces —dijo con tono molesto.

—Por favor, solo quiero respuestas. Luego… puedes seguir ignorándome si quieres.

Parecía dudar, pero tan pronto como volvió a mostrarme el rostro sentí un hilo de calma tenderse entre los dos. Él bajó por mi silla de ruedas mientras yo seguía, escalón tras escalón, avanzando solo con la fuerza de mis brazos. El ardor en ellos era insoportable, como si cada músculo gritara, pero mi determinación era aún más fuerte.

La sala de su club quedaba justo al lado de la escalera. Era un espacio reducido, con las cortinas cerradas a cal y canto, sin permitir que un rastro de luz se colara. Un viejo pizarrón, todavía manchado de tiza, se erguía como testigo mudo, y en un rincón se apilaban varias sillas olvidadas.

Él entró detrás de mí, cerró la puerta con seguro y, sin decir palabra, se sentó sobre una de las mesas.

Yo padezco un raro síndrome —empecé, tomando aire como si cada palabra fuese una confesión—. Disautonomía…

—Un cierto porcentaje de la población lo padece —me interrumpió con frialdad, completando mi frase.

—En eso tienes razón —asentí, conteniendo mi frustración—. La mayoría de las personas con disautonomía pueden llevar una vida común y corriente.

Y eso era lo que yo más deseaba.

—No es mi caso —mi voz tembló, pero no aparté los ojos de él—. Cualquier cosa, por más mínima, que altere mi ritmo cardíaco… me hace desvanecerme.

–Eso deberías hablarlo con un doctor… —replicó con sequedad.

—Lo hice. Con varios. No sabes cuántos médicos, psiquiatras, psicólogos visité… —mi voz se quebró apenas—. Nadie logra entender lo que yo veo.

El silencio se apoderó de la sala, pesado, casi sofocante. El drama entre nosotros parecía crecer como una sombra en cada rincón.

—Cuando me desvanezco… —mis dedos se cerraron con fuerza sobre el borde de la silla, como si buscara anclarme a esta realidad—. Despierto en otro lugar. Un lugar muy distinto a este.

El no me interrumpió, no dijo nada solo me quedo mirando en silencio con total atención.

-Es un lugar del que nadie nunca habla… —mi voz salió casi como un susurro—. Allí el tiempo no avanza, siempre está frío, desolado… como una versión de este mundo, pero sin vida.

Podía escuchar su garganta tragar saliva mientras yo intentaba descifrar si me creía.

-Todo el mundo me decía que soñaba que era un efecto del desmayo por fatiga, que tenía una gran imaginación..--trate de reír- pero no son imaginaciones, es real.

-¿Cómo lo sabes?- su voz era baja pero audible.

-—Lo sé… simplemente lo sé. —Mi mirada se clavó en la suya con una certeza que me dolía—. Y sé que tú sabes que digo la verdad. Porque… tú me viste allí.

-yo no te vi

-—¡Pero me oíste! —mi voz se quebró, cargada de urgencia—. ¿Cómo lo hiciste?

Aaron apartó la mirada, su mandíbula se tensó. Por primera vez, la frialdad en su rostro se resquebrajaba.




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