Noviembre estaba terminando y solo quedaba algunas gotas en la ventana semi abierta mientras Reina tomaba un chocolate. Desde que era a una niña el chocolate era el remedio para el alma, cuando estaba triste se robaba del chocolate de la nevera, y aun a su edad lo seguía haciendo. Reina había cambiado su físico drásticamente, su cabello castaño rojizo ahora era un rubio oscuro y corto. Reina tenía una necesidad escondida de cambiar su mundo. Pero su mundo cambiaba lentamente, la tristeza se iba y regresaba a su antojo, y el insomnio despiadado no había desaparecido. A veces las sombras la aterraban y los pensamientos trágicos la perseguían.
No quería ser una suicida como su padre. Muchos atribuyeron su muerte a una larga enfermedad, pero ella sabía la verdad, su padre decidió morir, él lo eligió. Antes no comprendía sus razones, pero cada vez entendía sus razones.
Perséfone se miró al enorme espejo oval que se presentaba ante ella. Era oscuro, muy oscuro y aun así ella veía el espejo y veía su reflejo. Quedo hipnotizada con la imagen que el espejo le proporcionaba. Era ella, pero Perséfone no se reconocía, aquella mujer envuelta en un velo negro que parecía colgar de su cuerpo, y su cabello corto y pegado que parecía sin vida. Las lágrimas asomaron, su juventud se diluía y una agria vejez se asomaba en su rostro. Las sombras, desde la oscuridad, se burlaban.
Dejando la taza en la mesa del comedor, busco las fotos de su padre de aquellos días, y trayendo a memoria aquellos recuerdos, se vio a si misma de solo ocho años, vestida de blanco, al lado del primer hombre que amo y que la abandono atrozmente. Analizando la imagen, su padre pálido, con las ojeras pronunciadas y con una mirada triste, Reina vio a su padre muerto antes de que lo estuviera.
Perséfone escuchaba a las sombras riéndose, escuchaba a la muerte, el abandono, el dolor señalándola con palabras crueles. Ya no más, ya no quería más lágrimas.
Ella Perséfone era la diosa de la primavera.
Su padre murió un julio cuando ella solo tenía 15 años, en plena edad de florecer ella empezaba a marchitarse, siempre tan adorado y siempre tan lejano. Su padre que sus últimos días estuvo atado a tubos. Su padre que decidió morir. Un día cualquiera derrotado no quiso comer más, así de sencillo, se entregó a la muerte, en un camino lento y tortuoso. Reina sin mirarse al espejo sabía que se estaba convirtiendo en su padre.
Hernán sostenía el cabello de Reina mientras vomitaba, jamás había visto a alguien vomitar de esa manera. Se sentía débil, y la operación se aproximaba. Hernán siempre la acompañaba aun si dejaba trabajo a medio hacer o si dejaba amantes a medio calentar. Sentía un extraño aprecio por esa criatura, y le parecía injusto que viviera tantas cosas todas juntas. Era cómico ver a aquel hombre tan alto, en el baño de damas, sosteniendo el cabello de Reina, se sentía como un completo marica.
Hernán sabia con lo que había aprendió a conocer a Reina que ella tendría que viajar pronto, y odiaba las despedidas, pero aun así se atrevió a preguntar.
Reina podía a estas alturas adivinar los sentimientos de Hernán por ella, amaba su amistad, pero ahora su corazón estaba clausurado para un nuevo amor. Hernán lo sabía, pero era masoquista, había amado y sabía que podía ser un perfecto idiota. Aun así, la abrazo y le dio un beso en la cabeza, un beso sonoro que hizo reír a Reina. Si ella quería volar Hernán no era el hombre que lo detendría.