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CAPÍTULO 3: El Advenimiento

CAPÍTULO 3: El Advenimiento

La Residencia Roger, una mansión moderna en pleno centro de Berlín, se mantenía en un silencio cómodo aquella tarde. Darem, solo en su habitación, había decidido finalmente reacomodar su enorme colección de mangas. Había cajas abiertas por todas partes, ediciones especiales tiradas en la cama y un caos que solo él entendía.

—Vale, si pongo Berserk aquí y One Piece abajo… esto debería quedar perfecto —murmuró, concentrado.

Se subió a un pequeño taburete para organizar la parte alta de una de las estanterías. Tiró de un tomo grueso… pero la fila entera se vino encima como dominó. Montones de libros japoneses cayeron sobre él con un estruendo seco.

—¡Agh! —exclamó, cayéndose hacia atrás y quedando sentado en el suelo—. Estoy bien… estoy bien —se dijo a sí mismo, sobándose el golpe.

Pero entre los libros desperdigados algo llamó su atención.

Detrás de la madera, al fondo del estante, había un pequeño rectángulo de papel doblado, casi escondido. Sacó el brazo y lo alcanzó.

Era una fotografía vieja, desgastada en las esquinas, amarillenta por el paso del tiempo. La desplegó con cuidado.

En la imagen había cuatro personas:

—Un joven de sonrisa amplia, con chaqueta negra y el mismo brillo en los ojos que él tenía. Su abuelo: Fénix.

—A su lado, una chica rubia de mirada pícara: Enid.

—Junto a ellos, hombre, elegante, con expresión orgullosa: Lucian.

—Y al final, una chica de cabello oscuro, ojos intensos y presencia imponente: Vannesa

El pie de foto decía:

"Octubre del 2000 – Berlín"

Darem tragó saliva.

—Ochenta años… —susurró.

Se llevó la fotografía a la cama y se quedó mirándola un largo rato.

—Vale… ese es el abuelo Fénix, seguro —se dijo—. Pero… ¿y los demás?

Señaló con el dedo a la chica rubia.

—¿Su novia? ¿Amiga? No lo sé…

Luego señaló a la mujer elegante.

—Esta sí que parece importante… quizá la jefa de algo… o su hermana mayor. ¿Tenía hermana? No creo…

Finalmente, señaló a Enid.

—Y esta… esta tiene pinta de dar miedo. Igual era alguna socia rara del abuelo.

Pasó varios minutos intentando imaginar historias, relaciones, posibles explicaciones. Su cerebro empezó a sobrecalentarse con teorías absurdas.

—Puf… paso —dijo al fin, tirándose hacia atrás en la cama—. Pensar no es lo mío.

Dejó la foto en su mesita de noche.
Quizá otro día preguntaría a Lilith. O quizá ni eso.

Aun así, algo en la expresión de esas tres personas desconocidas le provocó un cosquilleo extraño.
Como si aquella vieja foto esperase que alguien volviese a preguntarse por ella.

Darem volvió a levantarse del suelo, recogiendo uno por uno los tomos que habían quedado esparcidos. Los acomodó con más cuidado, aunque cada poco volvía a mirar de reojo la fotografía sobre la mesita. Era como si le llamara… o como si escondiera algo que debía descubrir.

Mientras colocaba una edición especial en la estantería, se quedó pensativo.

—La abuela Lilith no me va a decir nada… —murmuró—. Siempre cambia de tema cuando hablo del abuelo.

Encajó otro libro.

—Y yo no sé nada sobre esas tres personas… ¿quiénes demonios eran?

Guardó la caja vacía a un lado y se cruzó de brazos.

—Pero… el tío Alucard sí lo sabría —dijo entonces, casi sorprendiéndose a sí mismo.

Se apoyó en el borde de la cama, reflexionando.

—Él conoció a mi abuelo… pero de verdad.
No como esos que vienen a las galas diciendo “ah, sí, Fénix era un gran hombre”… No.
Alucard estuvo ahí. Crecí escuchando que eran… ¿qué palabra usaba siempre?

Frunció el ceño, intentando recordar.

—“Hermanos”… sin ser hermanos. Algo así.

Darem asintió para sí mismo.

—Sí. Él seguro que sabe todo. Obra, vida, locuras, batallas, fiestas… lo que sea.
Si hay alguien que pueda decirme quiénes son los de la foto… es Alucard.

Miró de nuevo la imagen, intrigado.

—Y si no le pregunto, no voy a dormir tranquilo… —masculló.

Sonrió levemente.

—Vale. Mañana mismo voy a verle. Y si intenta esquivarme… pues me quedo en su despacho hasta que hable.

Guardó la foto con cuidado en una funda transparente y la dejó junto a sus llaves, listo para el día siguiente.

Mientras se estiraba en la cama, Darem tuvo una última idea fugaz:

—Aunque… conociendo al tío Alucard… seguro se ríe antes de contestarme.

En una sala de cirugías, oculta en algún lugar de Berlín, un solo hombre avanzaba por un pasillo iluminado con luces blancas y frías. Era un doctor de pasos firmes y mirada cansada. Empujaba dos camillas metálicas que chirriaban suavemente con cada movimiento. No había asistentes ni testigos, solo el sonido de las ruedas y el zumbido constante de los sistemas eléctricos.

Al llegar al quirófano, acomodó las camillas en el centro de la sala. El lugar estaba preparado con instrumental quirúrgico avanzado, máquinas de soporte vital y pantallas que mostraban lecturas aún inactivas. El doctor respiró hondo antes de retirar las sábanas que cubrían las camillas.

En la primera, apareció una cabeza humana ligeramente momificada. La piel estaba reseca, tensa, pero los rasgos aún eran reconocibles. Los ojos permanecían cerrados, y el cráneo conservaba una inquietante sensación de presencia, como si algo dentro aún se negara a desaparecer.

En la segunda camilla yacía un cuerpo en un estado similar, casi momificado. Algunas zonas carecían de piel, dejando al descubierto músculos y estructuras endurecidas por el paso del tiempo. El cuerpo no tenía cabeza. Aun así, su tamaño y complexión revelaban que, en vida, había sido fuerte y resistente.

El doctor se colocó frente a ambos cuerpos y comenzó a hablar, como si el quirófano necesitara escuchar la verdad.




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