CAPÍTULO 4: El desconocido
A las cinco en punto, el timbre de la secundaria privada de Berlín retumbó por los pasillos, liberando a la marea de estudiantes. Entre ellos, Darem Roger salió ajustándose la mochila mientras bostezaba.
—A ver qué hará la abuela de cenar hoy… —murmuró, imaginando algún estofado nuevo o una de sus sopas raras.
Tomó la calle lateral, más tranquila, donde solía caminar solo hasta la parada del tranvía. El sol ya caía y la luz anaranjada alargaba las sombras entre los edificios. Fue entonces cuando sintió algo. Un cosquilleo en la nuca. Una presencia.
Se giró de golpe.
Nada.
Frunció el ceño.
«Bah… seguro es mi cabeza», pensó mientras seguía andando.
Pero unos pasos suaves, casi imperceptibles, volvieron a sonar detrás de él.
Sin detenerse, ni girarse, habló al aire:
—Sé que estás ahí. Si quieres algo, dilo ya. No pienso correr.
Hubo un silencio corto.
De detrás de un contenedor metálico salió un joven de piel pálida, cabello blanco y un porte extraño, casi antinatural. Darem retrocedió un paso por pura reacción.
—¿Qué… qué quieres? ¿Vas a asaltarme? Porque te aviso que no tengo dinero, solo libros y un cuaderno de mates —soltó rápido.
El desconocido sonrió de forma extraña.
—Asaltarte… No, no. No he venido por eso. —Se acercó un poco, manteniendo un aire juguetón—. Me llamo Alex. Y he venido porque quería verte, Darem Roger.
El corazón del chico dio un salto.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, tratando de sonar firme.
—Sé muchas cosas. —Alex inclinó la cabeza—. Te diré la versión corta: tu abuelo y yo tenemos historia. Bastante historia. Y digamos que… tenía curiosidad por conocer al heredero. Eso es todo.
Darem soltó un suspiro exasperado, apoyándose en un poste.
—Otra vez lo mismo… —bufó—. Todo el mundo habla de mi abuelo. Que si Fénix esto, que si Fénix lo otro… Parece que vivió mil vidas, como si hubiese estado en todos lados y hubiese hecho de todo. Es agobiante, ¿sabes?
Alex abrió los ojos un poco, sorprendido por la sinceridad, y luego sonrió como si le divirtiera.
—Vaya, vaya… Parece que no te contaron la mitad de lo que ese hombre hizo. Pero sí, estuvo en muchos sitios. Demasiados. Y yo estuve allí para ver algunos de ellos… hasta que un tal Darem —hizo una pausa cargada de intención— decidió atravesarme como si fuera un saco de arena.
—¿Cómo que “un tal Darem”? —repitió el chico, confundido—. Eso no tiene sentido.
Alex lo miró de arriba abajo, evaluándolo.
—Ya lo entenderás. Aunque debo admitirlo… no eres nada parecido al Darem que conocí. Aquel era… más violento.
Darem tragó saliva.
—Mira, no sé qué estás diciendo, ni quién eres, ni por qué estás siguiéndome —dijo señalándolo con un dedo—. Pero si venías para contarme aventuras de mi abuelo, haz cola. Toda mi familia parece vivir de eso.
Alex soltó una risa suave, casi encantadora.
—Oh, tranquilo. No he venido a hablar del pasado… He venido a ver qué tan interesante será tu futuro.
El viento sopló entre los edificios, levantando una bolsa de plástico que pasó entre ambos, y por un momento Darem sintió un escalofrío inexplicable.
Darem abrió la boca para replicar… pero no tuvo tiempo en un parpadeo se lanzó hacia él.
Las uñas de Alex se alargaron de golpe, como cuchillas curvas. Darem apenas tuvo tiempo de echarse hacia atrás. Una de esas uñas rozó su mejilla y sintió un ardor helado.
—¡¿Estás loco o qué?! —gritó, retrocediendo.
Alex se rio, encantado.
—Definitivamente no te pareces a él. Fénix ya habría contraatacado.
Darem sintió un puñetazo de adrenalina. Sus ojos se abrieron más, recordando una frase repetida mil veces en los entrenamientos de Alucard:
“Cuando no haya escapatoria, cuando lo lógico sea pelear… a veces la opción correcta es correr.”
Y sin decir nada, se giró y salió disparado calle abajo.
Alex se quedó quieto un segundo, sorprendido.
—¿Qué…? —parpadeó—. ¡¿En serio está corriendo?!
Luego apretó los dientes y gritó con rabia divertida:
—¡Cobarde! ¡Vuelve aquí! ¡No he terminado contigo!
Y empezó a perseguirlo.
Darem consiguió meterse en el metro justo cuando las puertas estaban cerrándose. El pitido final sonó y el tren arrancó con un tirón suave, alejándose de la estación. Solo cuando sintió que las ruedas comenzaban a ganar velocidad, se permitió soltar un largo suspiro.
Por un instante creyó que lo había logrado.
Pero ese instante duró demasiado poco.
Un crujido seco retumbó sobre su cabeza. Después otro, más fuerte. El techo metálico del vagón empezó a abollarse hacia dentro como si algo invisible lo estuviera golpeando desde fuera.
—No… no jodas… —susurró Darem, retrocediendo unos pasos.
El techo se rasgó de golpe. Una mano pálida entró primero, seguida de un rostro sonriente y unos ojos demasiado vivos para alguien que no debería estar vivo.
Alex.
Los pasajeros gritaron, algunos corriendo hacia el fondo, otros intentando abrir las puertas de emergencia mientras cundía el pánico.
—Qué forma tan dramática de viajar, ¿no? —dijo Alex al dejarse caer dentro del vagón con la gracia de un felino.
Darem apenas tuvo tiempo de reaccionar. Alex se lanzó hacia él con las uñas extendidas como cuchillas, pero Darem se hizo a un lado y esquivó por pura adrenalina. Una de las garras rozó la manga de su chaqueta, cortándola como papel.
—¡¿Estás loco o qué?! —gritó Darem.
—Tu abuelo ya me habría arrancado la cabeza —rió Alex, enderezándose—. Pero tú… tú eres blando.
Darem, herido en el orgullo, apretó los dientes. Cerró el puño y lanzó un derechazo directo al rostro de Alex. Le dio de lleno… y sintió un chasquido doloroso en su muñeca.
—¡AY! —se quejó, doblándose la mano—. ¡¿De qué estás hecho, de piedra?!
Alex arqueó una ceja, divertido.
—De algo mejor.
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Editado: 23.12.2025